Esperando a MARIANA Carlos Campos Colegial
A partir de ese momento, Alberto inició un verdadero éxodo. En un primer intento por establecerse, encontró refugio en la casa de don Alejandro, un respetado caficultor de la región que no dudó en ofrecerle asilo. Sin embargo, su estadía fue breve. La llegada anunciada de una hermana de don Alejandro, procedente del país vecino y acompañada por su pequeña hija, obligó a Alberto a buscar nuevamente un lugar donde permanecer.
Desprovisto de opciones en el pueblo, decidió recorrer diferentes lugares del país, siempre con la esperanza de encontrar un espacio adecuado mientras aguardaba a Mariana. En un momento de desesperación, consideró alojarse en el asilo de la población. No obstante, allí se encontró con un inesperado obstáculo: la política del lugar permitía el ingreso únicamente a personas mayores de 70 años. Alberto, con casi diez años menos, tuvo que enfrentar el rechazo, quedando una vez más sin un lugar donde asentarse.
Ante la promesa del director del hogar geriátrico de acogerlo tan pronto cumpliera 70 años, Alberto se dedicó a transitar entre diferentes poblaciones y ciudades. Allí encontraba refugio temporal en las casas de parientes, antiguos compañeros de estudio y conocidos. Su impecable conducta y su constante disposición para ayudar le garantizaban un albergue parcial mientras el reloj marcaba la cuenta regresiva. Exactamente 2.658 días lo separaban de aquel ansiado cumpleaños que le permitiría establecerse en un lugar fijo.
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Para Mariana, el sufrimiento era indescriptible. Su mayor temor no era otro que su rostro delatara el peso de la angustia que llevaba por dentro y que Julio comenzara a sospechar. Un descubrimiento así podría significar el principio del fin. Sin embargo, la firme promesa de Alberto de esperar lo que fuera necesario, siempre al pie del cañón, se convirtió en su mayor consuelo. Las constantes llamadas, que iniciaban desde muy temprano en la mañana y se prolongaban hasta bien entrada la noche, mantenían vivo el vínculo que los unía. Cuando Julio estaba recluido en algún centro hospitalario, aquellas conversaciones sucedían incluso a cualquier hora del día, llenas del entusiasmo y la emoción de aquel primer día en que decidieron entregarse a su amor.
Con el tiempo, Mariana y Alberto aprendieron a aprovechar los recursos de la tecnología, no solo para escucharse a través de las llamadas, sino también para verse en videollamadas. Esa posibilidad, aunque limitada, mitigaba en parte el impacto de la distancia, que seguía siendo el enemigo más enconado de ambos y contra el que luchaban cada día, unidos y fortalecidos por el infinito amor que los revestía.
En ocasiones, Mariana sentía que ya no podía más. Los obstáculos que el destino ponía en su camino parecían insuperables, y en más de una oportunidad estuvo a punto de "tirar la toalla". Pero Alberto, siempre optimista, la ayudaba a recuperar la fe, recordándole con palabras sinceras que todo, absolutamente todo, dependía de ese ser superior al que ambos, desde perspectivas distintas, servían con devoción.
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Durante todo el tiempo que permanecieron separados, Alberto y Mariana mantuvieron una comunicación constante y nutrida. Siempre estaba presente la promesa de permanecer ahí, el uno para el otro, hasta el final, y así ha sido. Desde cualquier lugar en el que se encontrara, Alberto se comunicaba con Mariana, y ella, en cuanto tenía un momento libre, respondía. Sostenían conversaciones tan largas como las circunstancias lo permitieran, hasta que Julio llamaba a Mariana para que le suministrara su medicación o atendiera cualquier otra necesidad. La salud de Julio era inestable: aunque a veces decaía gravemente, su recuperación siempre resultaba sorprendente, algo que Alberto agradecía profundamente al cielo. Sabía que cada episodio de enfermedad de Julio significaba un desgaste físico y emocional adicional para Mariana.
Por otra parte, el tiempo seguía su curso, y aún faltaban más de siete años para que Alberto cumpliera los 70 y pudiera ser admitido en el asilo del pueblo, ese pequeño paraíso que se vislumbraba como la solución ideal y satisfactoria para todos. Finalmente, como todo plazo tiene un final, llegó el día tan esperado. Alberto cumplió 70 años y regresó con varios días de anticipación al pueblo. El mes de septiembre estaba lleno de celebraciones: el cumpleaños número 90 de Julio, el día 7; el de Mariana, que cumplía 80, el día 14; y el suyo propio, el 21. La conmemoración de esas fechas marcó no solo un hito en sus vidas, sino también un preludio de lo que vendría.
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Al día siguiente de su cumpleaños, Alberto se presentó en el asilo con los documentos requeridos para ingresar voluntariamente. El destino, como siempre, parecía estar de su lado. Justo ese día, falleció Indalecio, uno de los residentes más antiguos del lugar, quien había sido internado por sus hijos hacía más de 25 años y estaba a punto de cumplir un siglo de vida. La coincidencia permitió que Alberto ocupara el espacio disponible casi de inmediato, cerrando así un ciclo de espera y abriendo otro lleno de nuevas posibilidades.
A diferencia de Indalecio, quien había sido ingresado al asilo por decisión de sus familiares, Alberto llegó al lugar por voluntad propia, lo que le otorgaba una serie de libertades que su predecesor jamás conoció. Indalecio, sin parientes cercanos en el pueblo, dependía de trámites que nunca se realizaron para obtener permisos de salida, lo que limitó su mundo al recinto del asilo durante más de dos décadas. Por el contrario, Alberto podía salir diariamente entre las ocho de la mañana y las cinco de la tarde, con la única condición de avisar si planeaba ausentarse por más tiempo, para que no lo esperaran en las comidas.
Como los demás residentes, Alberto debía respetar los horarios establecidos: desayuno a las siete de la mañana, almuerzo a las doce del mediodía y cena a las seis de la tarde. Sin embargo, su ingreso voluntario le permitía disfrutar de una flexibilidad que agradecía profundamente, pues valoraba su independencia.
La adaptación al lugar fue casi inmediata. Alberto organizó sus pocas pertenencias en el modesto armario de su nueva habitación, que, aunque similar a las demás, tenía ciertas ventajas. Ubicada en una esquina cercana al comedor y colindante con la cocina, su ventana daba a un patio lleno de vida, donde convivían gallinas, patos, conejos y palomas. Este rincón le ofrecía una conexión con la naturaleza que apreciaba mucho, convirtiéndose rápidamente en su espacio favorito para reflexionar y contemplar la tranquilidad del entorno.
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Aquel día, Alberto desempacó sus maletas con calma, dispuesto a iniciar esta nueva etapa con optimismo. Mientras colgaba su ropa y organizaba cuidadosamente algunos libros y objetos personales, agradeció en silencio el haber encontrado un lugar donde descansar y reconstruir su rutina sin perder su esencia. Para él, este asilo no era un destino final, sino un nuevo comienzo, un espacio donde cada día podía ser una oportunidad para conectar con Mariana, seguir soñando y, sobre todo, mantener viva la promesa de amor que los unía.
Al día siguiente, Alberto, con sus dos maletas en mano, salió temprano hacia la casa de Mariana. Al llegar, le propuso regalarlas, argumentando que su existencia en este mundo estaba llegando a su desenlace, y ya no las necesitaría. Sin embargo, Mariana lo detuvo, insistiendo en que no debía deshacerse de ellas todavía, pues si en algún momento se presentaba la oportunidad de trasladarse a su casa, sería mucho más práctico mover dos maletas que cargar varias cajas. Mariana se ofreció a guardarlas en una de las habitaciones cercanas a la cocina, un cuarto que solían utilizar como espacio de almacenamiento o "cuarto de san Alejo".
Aprovechando que Julio aún dormitaba tras haber tenido una noche complicada y conciliado el sueño apenas hacia las cuatro de la mañana, Mariana y Alberto llevaron las maletas al cuarto. Fue allí donde, como solía ocurrir en esos momentos de intimidad, se dejaron llevar por su pasión y tuvieron otra intensa sesión de sexo tántrico. El resultado fue el de siempre: Mariana experimentó más de diez orgasmos, mientras que Alberto, tras su particular transmutación, alcanzó una profunda satisfacción personal. Ambos quedaron envueltos en el placer compartido, con Mariana todavía invadida por los espasmos que solían acompañar estos encuentros.
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Ahora, con Alberto viviendo tan cerca de Mariana, lo único que quedaba era esperar pacientemente lo que el destino tuviera preparado para ellos. La cercanía física era un alivio, pero el tiempo seguía siendo el factor determinante en su historia.
Cada tarde, como era costumbre, Mariana y Julio salían entre las dos y las tres a instalarse en uno de los bancos cercanos a su casa. Los habitantes del lugar, conscientes de la rutina de los ancianos, desocupaban ese espacio a esa hora para que pudieran disfrutar de un momento de tranquilidad y aire fresco. Alberto, desde su lugar en el asilo, seguía con atención cada detalle de las idas y venidas de Mariana, siempre dispuesto a estar cerca de ella, física o espiritualmente, como había prometido desde el primer día.
Alberto se unía puntualmente a Mariana y Julio cada tarde, justo después de almorzar. Se apresuraba a salir del asilo para esperarlos en el banco habitual, ubicándose siempre al lado izquierdo de Mariana, completando así la escena que tanto me impactó cuando la presencié junto a mi pariente y relator. Esta peculiar reunión terminaba invariablemente un poco antes de las cinco de la tarde, momento en que Alberto se despedía rápidamente para regresar al asilo antes de que cerraran sus puertas.
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Así transcurrieron los días, semanas, meses y años. Siempre que el clima lo permitiera, Alberto estaba allí, compartiendo aquel escaño en compañía de Mariana y Julio. Cuando hospitalizaban a Julio, Mariana aprovechaba la ocasión para invitar a Alberto a su casa, donde compartían un café con buñuelos y su ya infaltable sesión de sexo tántrico, que con el tiempo se había convertido en un ritual ineludible cada vez que las circunstancias lo permitían.
A pesar de su avanzada edad, Mariana y Julio gozaban de una salud admirable. Nunca se les escuchaba quejarse y conservaban una vitalidad envidiable. Caminaban con energía y rapidez, algo poco común para personas de su edad. Julio, aunque más lento y con dificultad para mantenerse en pie, seguía disfrutando de una salud razonablemente buena en comparación con otros ancianos, algunos de los cuales no lograban siquiera levantarse.
Sin embargo, como dice el dicho popular, "se empezó a desgranar la mazorca". Cuando se acercaba el momento de celebrar los 75, 85 y 96 años de Alberto, Mariana y Julio, respectivamente, la fragilidad de la vida comenzó a manifestarse. Faltando apenas 31 días para cumplir Alberto sus 75 años, el 21 de agosto de 2020, un fulminante infarto lo sorprendió mientras almorzaba en el asilo. La noticia de su fallecimiento se propagó rápidamente, causando una profunda conmoción.
Mariana recibió la noticia con una mezcla de incredulidad y desgarradora tristeza. Aunque era consciente de la inevitabilidad de la muerte, el golpe fue devastador. Alberto, quien había sido su confidente, amante y pilar de apoyo durante tantos años, partía dejando un vacío imposible de llenar. Mariana y Julio, acompañados por algunos vecinos y allegados, asistieron al sepelio, que se llevó a cabo al día siguiente en el cementerio local.
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Desde entonces, Mariana encontró consuelo en los recuerdos. Los mensajes de voz que Alberto le enviaba cada mañana, las cartas que alguna vez le escribió y los momentos que compartieron en aquel banco se convirtieron en su refugio. Aunque la ausencia de Alberto era dolorosa, Mariana continuó recordándolo con una sonrisa, agradecida por el amor que ambos compartieron, un amor que trascendió las adversidades y el tiempo.
Mariana y Julio, aún en estado de incredulidad, recordaban la tarde anterior al fallecimiento de Alberto. Aquella tarde había estado llena de risas y alegría; Alberto se había dedicado a contar chistes, algunos subidos de tono, llenando el ambiente de una energía que jamás imaginaron sería la última. Su partida fue un golpe devastador, especialmente para Mariana, quien encontró en su ausencia un vacío imposible de llenar. La misa del sepelio, con cuerpo presente, estuvo muy concurrida. Una pertinaz llovizna acompañó el cortejo fúnebre, que recorrió las calles hasta llegar al cementerio local, donde Alberto inauguró un nuevo panteón. La bóveda que le asignaron llevaba el número 031.
Al día siguiente, Mariana pasó por la parroquia para reservar las bóvedas vecinas, la 032 y la 033, con la firme decisión de descansar algún día junto a Alberto. Sin embargo, los cumpleaños que siguieron carecieron del entusiasmo de otros años. El 7 de septiembre celebraron el 96.º cumpleaños de Julio y el 14 de septiembre, el 85.º de Mariana, pero la ausencia de Alberto se sentía profundamente en cada gesto y palabra. Aun así, ambos decidieron rendir homenaje al que habría sido el 75.º cumpleaños de Alberto el 21 de septiembre, con una discreta reunión en casa.
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La vida comenzó a ralentizarse para Mariana y Julio. Las salidas al escaño, antes tan habituales, disminuyeron considerablemente, en parte porque las lluvias de la tarde se hicieron frecuentes, y en parte porque la ausencia de Alberto los afectaba más de lo que querían admitir.
El 16 de octubre de 2020, apenas 32 días después de su cumpleaños, Mariana falleció de un fulminante infarto mientras dormía. Se presume que partió de este mundo alrededor de las tres de la madrugada, pero no fue sino hasta pasadas las ocho de la mañana cuando Julio se percató de lo ocurrido. Al notar que Mariana no se levantaba como de costumbre, decidió entrar a su habitación. La palidez extrema de su rostro, la rigidez de su cuerpo y la fría temperatura confirmaron lo inevitable: Mariana había dejado este plano terrenal.
Se dio aviso inmediato a los bomberos, encargados del manejo de emergencias en este tipo de situaciones. Tras llegar al lugar, procedieron a recoger el cadáver para trasladarlo a Medicina Legal en la capital departamental. La tristeza en aquella casa era indescriptible; la noticia impactó profundamente a la comunidad. Pronto comenzaron a llegar quienes, años atrás, habían asistido al matrimonio de Mariana y julio, aún recordado con cariño por los mayores y conocido por los jóvenes a través de relatos transmitidos por padres y abuelos.
La vigilia fue total. Durante toda la noche, centenares de personas permanecieron en la casa, esperando la llegada del cuerpo de Mariana para darle cristiana sepultura. Finalmente, el cadáver arribó al municipio en la tarde del día siguiente. La velación se llevó a cabo en la misma funeraria donde, tiempo atrás, se había despedido a Alberto. La misa y las honras fúnebres se realizaron al día siguiente con la iglesia abarrotada. Casi toda la población acudió al último adiós, en un acto tan concurrido como lo fuera su boda.
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La noticia de su partida conmocionó al pequeño pueblo. Mariana, conocida por su bondad y fortaleza, había dejado una huella imborrable en quienes la rodearon. Su misa de exequias estuvo llena de amigos, vecinos y familiares que acudieron a rendirle un último adiós. Fue sepultada en la bóveda número 032, justo al lado de Alberto, cumpliendo su deseo de reposar junto a él, al menos en la eternidad.
Julio, ahora más solo que nunca, enfrentó los días venideros con una mezcla de resignación y nostalgia. Sus salidas al banco disminuyeron aún más, y sus pasos, aunque lentos, lo llevaban a menudo al cementerio, donde pasaba largos ratos hablando con las tumbas de Mariana y Alberto, como si todavía pudiera escuchar sus voces.
Detrás del féretro marchaban sus hermanas y sobrinas, inconsolables, acompañadas de Julio, devastado por la pérdida. Se desplazaba apoyado en el brazo de su hija y de su yerno, quienes serían sus próximos anfitriones tras la desaparición de Mariana. La comunidad entera se unió en el dolor, recordando no solo la vida de Mariana, sino también la huella imborrable que dejó en el corazón de quienes la conocieron.
El desfile fúnebre fue de tal magnitud que, mientras los últimos feligreses aún salían de la iglesia, el féretro de Mariana estaba ya arribando al cementerio. Como había ocurrido en las exequias de Alberto, una pertinaz llovizna acompañó el trayecto. Sin embargo, nadie abandonó el cortejo; al contrario, por el camino se fueron sumando numerosos ancianos que, habiendo conocido a Mariana durante toda su vida, optaron por acompañarla en su último recorrido, aunque no hubieran asistido a la misa.
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Frente al panteón, el cortejo debió esperar más de media hora antes de sepultar el cuerpo de Mariana en la bóveda 032, ubicada justo al lado de la de Alberto. Estas fosas, construidas recientemente por la administración municipal para mitigar la falta de espacio en el cementerio, se encuentran en el extremo sur del recinto y forman parte de una serie de ciento cincuenta bóvedas dispuestas en cinco hileras de treinta. La bóveda 001 está al nivel del suelo, mientras que la 150 ocupa el extremo superior de la quinta hilera. Las bóvedas de Alberto, Mariana y, en un futuro, la de Julio, se sitúan al inicio de la segunda hilera, a no más de un metro del piso.
Nadie pudo explicar de dónde surgieron tantas flores, ramos y coronas. Lo cierto es que una gran parte de aquel pequeño cementerio quedó inundado por un sinfín de flores de todos los tipos y colores. Algunos de los asistentes, aprovechando la espera durante el acto de sepultura, distribuyeron parte de estas flores entre tumbas abandonadas, en un gesto de inesperada generosidad.
El sepelio concluyó entrada la noche. Julio, inconsolable, tomó una decisión que parecía inminente: retiró las cajas que guardaba debajo del colchón para empacar su ropa y se mudó a casa de su hija. Allí, acompañado por ella, su esposo y su nieta, buscaría sobrellevar la ausencia de Mariana. Sin embargo, los vecinos y familiares no tardaron en presagiar que su permanencia sería breve; todos sabían que Julio dependía completamente de su esposa, y el vacío que ella dejó era imposible de llenar.
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Sin embargo, el destino no tardó en volver a sorprender a la familia. Julio falleció apenas un año después, víctima de un fulminante infarto que lo sorprendió mientras se lavaba los dientes en la mañana del 5 de agosto de 2021, a tan solo 33 días de cumplir 96 años. Su sepelio, aunque emotivo, fue modesto en comparación con el de Mariana, ocurrido un año antes. Fue sepultado en la bóveda 033, junto a Mariana, quien quedó en el centro, entre Alberto y él. Ahora, esos tres seres que se amaron profundamente en vida reposan juntos, sellando con su descanso eterno una historia marcada por el amor, la pérdida y la búsqueda de la felicidad a su manera.
No pude resistir el deseo de conocer más de cerca aquella historia y decidí viajar a Salazar de las Palmas, en el Norte de Santander. Ahora, gracias a la carretera recientemente pavimentada que conecta al municipio con la capital departamental, el trayecto resultó mucho más accesible. Acompañado de un pariente, me dirigí al cementerio local, donde se distingue, incluso desde lejos, el bloque de bóvedas nuevas.
Al acercarnos, iniciando la segunda hilera, pude ver tres lápidas idénticas, elaboradas en mármol blanco con letras negras que relatan la cronología de sus vidas:
Bóveda 031: Alberto Leal Franco – 21 de septiembre de 1945 / 21 de agosto de 2020
Bóveda 032: Mariana Gómez Pérez – 14 de septiembre de 1935 / 16 de octubre de 2020
Bóveda 033: Julio Santamaría Luna – 7 de septiembre de 1925 / 5 de agosto de 2021
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Las lápidas, sencillas pero llenas de solemnidad, simbolizan el vínculo inquebrantable que unió a estas tres vidas, no solo en su paso por este mundo, sino también en la eternidad.
Esa noche, al calor de unos buenos tragos, mi pariente y yo comentábamos las ironías de la vida. Fue curioso cómo falleció primero el más joven de los tres y, al final, el mayor. Más curioso aún es que, en el mismo orden que ocuparon durante años en aquel escaño del parque, quedaron dispuestos en sus bóvedas en el cementerio.
Alberto murió a tan solo 31 días de cumplir años y reposa en la bóveda 031. Mariana falleció 32 días después de su cumpleaños y ocupa la bóveda 032. Finalmente, Julio partió un año después, a 33 días de su aniversario, y descansa en la bóveda 033. Coincidencia… o, como diría un amigo, "Diocidencia".
Lo que sí resulta sorprendente es que, en el pueblo, no existe ni el más mínimo rumor sobre la relación que mantenían Alberto y Mariana. Fue un tema que quedó en el silencio respetuoso de quienes los conocieron. Entre risas, le sugerí a mi pariente que buscara otra historia con matices semejantes, esas que parecen sacadas de las páginas de un destino caprichoso, para darlas a conocer.
Cuando regresaba a mi lugar de origen, me encontré en el parque con algunos paisanos que comentaban las oportunidades que habían dejado pasar por no apostar al chance con los números de las tumbas de Alberto, Mariana y Julio. Uno de ellos aseguraba que, en el último año, esos números habían salido por lo menos cinco veces, si no más.
La conversación me hizo reflexionar y, al llegar a la capital y luego a mi ciudad, decidí probar suerte. También jugué al chance con los números de esas tumbas que ahora están unidas en la eternidad. Si la suerte me acompaña y logro ganar algo, prometo contarlo en un próximo relato.
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