Esperando a MARIANA Carlos Campos Colegial
El viaje culminó, y con él se apagaba uno de los momentos más inolvidables para ambos. La buseta los dejó frente a la bodega, donde Alberto descendía primero para ofrecer su mano a Mariana, ayudándola a bajar del vehículo. Acto seguido, se encargó de trasladar los paquetes hasta el local. Al entrar, Stella le hizo un gesto a Alberto, indagándole cómo le había ido; en otras palabras, si había habido o no una especie de "luna de miel". Alberto, comprendiendo el gesto, respondió que no se habían dado las condiciones.
Mientras colocaba el último paquete en su lugar, y aprovechando que Mariana había subido a su residencia tras despedirse de él, Stella le aseguró a Alberto que estuviera preparado. Con un guiño cómplice, le afirmó que desde ese momento se dedicaría a buscar la forma de crear el momento perfecto para que pudiera darse tan significativo encuentro.
Alberto agradeció el gesto de Stella y se despidió deseándole desde ya una feliz noche, extendiendo también el saludo para sus hijas. Luego, salió rumbo a su residencia. Aquella noche, la llamada entre Alberto y Mariana giró en torno al viaje y lo felices que habían estado. Mariana confesó que había soñado despierta, imaginando cómo serían los días juntos. Sin embargo, también expresó su temor de que, al llegar a una edad avanzada, no pudieran disfrutar lo suficiente de esa vida compartida.
Alberto la tranquilizó, asegurándole que incluso si solo pudieran convivir juntos por una semana, él sería inmensamente feliz. Le reiteró que, simplemente con estar a su lado todos los días, bajo cualquier pretexto, se sentiría pleno. Recordó cómo aquella tarde en la capital había sido una muestra de esa felicidad y, con optimismo, le aseguró que con el favor del Todopoderoso, esto y mucho más sería posible en el futuro, sin importar si llegaba a corto, mediano o largo plazo.
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Para satisfacción de Alberto, aquella conversación se alejó de los recurrentes temas religiosos que solían dominar las charlas con Mariana. Con frecuencia, estos pensamientos inundaban la mente de ella, al punto de opacar los momentos placenteros que compartían. Era habitual que interrumpiera esos instantes con lecturas del evangelio del día o críticas derivadas de comentarios desprevenidos, en los que juzgaba y condenaba cualquier infidelidad, por insignificante que pareciera en comparación con la que ella misma vivía. Pero esa noche fue diferente: la charla estuvo colmada de sueños, planes y una conexión que fortalecía aún más el vínculo entre ellos.
Pero muy dentro de sí, residía otra parte de su ser, sustentada por un amor jamás antes experimentado. Ese amor la animaba a dar rienda suelta a la pasión y al desenfreno que se apoderaban de su ser. Se despidieron, como de costumbre, con frases divinas, halagos rebuscados y la promesa de amarse hasta el último día de sus vidas, promesas que, hasta el momento, se habían cumplido y muy seguramente cumplirían. Alberto compartió con mi pariente e informante que jamás en su vida se había sentido verdaderamente amado por alguien, y que aquello que sentía por Mariana sería definitivo y para siempre.
Semanas después, Julio contrajo una virosis de considerables proporciones que le obligó a consultar al médico. Su estado era tan preocupante que fue necesario remitirlo a la capital. Mariana lo acompañó, como era su costumbre en estos casos, permaneciendo junto a él hasta que, al tercer día, ella misma contrajo una fuerte gripe.
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Esta situación obligó al cuerpo médico a negarle la entrada a la clínica hasta que estuviera completamente restablecida. En su lugar, la hija de Julio acudió de inmediato para relevar a Mariana.
Por su parte, Stella, bajo el pretexto de que Mariana no debía permanecer sola en las noches, le propuso trasladarse a su casa, ubicada a escasas tres cuadras en línea recta del almacén. Mariana aceptó sin oponer resistencia. Aquella noche, la llamada entre Mariana y Alberto fue especialmente extensa, ya que no existía el habitual limitante de Julio, quien solía interrumpirla constantemente para pedirle un jugo, una galleta o algún confite. Por primera vez en mucho tiempo, pudieron conversar sin restricciones, disfrutando plenamente de su compañía a la distancia.
Después de rezar el rosario diario, Mariana le comentó a Alberto que estaría donde Stella y que, si lo deseaba, podría visitarla por la mañana. Quería verlo, y aunque la gripe la tenía bastante indispuesta, presentía que amanecería en mejores condiciones. Por supuesto, Alberto no se hizo de rogar y al día siguiente, muy temprano, se dirigió a casa de Stella, no sin antes llamar para que la puerta del zaguán que daba al interior de la casa estuviera desajustada y con solo empujarla pudiera acceder. El portón externo permanecía abierto durante el día y parte de la noche.
Efectivamente, las cosas se dieron como estaba planeado, y, como era costumbre, no había mucha gente en ese sector, lo que facilitó la entrada al lugar. Mariana lo esperaba, tan solo cubierta con una bata de tela de toalla blanca y unas pantuflas a juego. Le invitó a seguir a la sala mientras prometía prepararle un tinto que nunca se materializó.
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Mientras se dirigía a la cocina para hacerlo, Alberto la alcanzó, rodeando su pequeña cintura con sus brazos. Mariana, sin embargo, fue más lejos; le tomó de la mano y prácticamente lo arrastró hasta una de las habitaciones que estaba dispuesta y preparada para lo que vendría.
La cama doble estaba cubierta con un enorme plástico, al igual que algunos muebles cercanos. Sobre el plástico de la cama, varias toallas blancas estaban ordenadamente dispuestas. Mientras Alberto se despojaba de su ropa, Mariana desató el nudo de su bata y dejó que cayera hacia atrás.
Fue la primera vez que veía a un hombre totalmente desnudo con un agregado y era que, jamás había hecho el amor de día, por lo que esa mañana se cumpliría otra primera vez y muy significativa; Alberto quedó de una pieza cuando detalló aquel esbelto cuerpo de piel blanca, senos grandes, aun erguidos, escoltando un plano vientre sin estrías y una diminuta cintura que hace juego a unas amplias caderas de buen tamaño, glúteos firmes y unas piernas de concurso, extremadamente limpias sin celulitis y sin la más mínima muestra de varice, en otras palabras nada que envidiar a mujeres con cuarenta años menos.
Alberto no atinaba por dónde empezar, besuqueaba su cuello, mientras acariciaba sus enormes senos, sintiendo su torso desnudo, contra la desnuda espalda de Mariana, que jadeaba de placer, manteniendo sus ojos cerrados, le recostó en la cama sobre las toallas, mientras acariciaba sus hermosos y muy bien cuidados pies, haciendo de cada dedo una colombina, a la que debía lamer y chupar, para luego mordisquear sus talones y seguir besando las pantorrillas, rodillas y piernas hasta llegar a ese enjambre que su vello publico forma alrededor de su húmeda vagina que con solo rosarle levemente, expulsó chorros de aquel cristalino líquido que hacía de sus orgasmos los mejores que hasta el momento, Alberto había presenciado, aquello se convirtió en una maraña de abrazos, besos, caricias y muchas primeras veces.
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Sin proponerlo ni insinuarlo, Mariana le practicó sexo oral a Alberto; según su versión, fue el mejor sexo oral que le han practicado en toda su vida, con un plus adicional, la espontaneidad para hacerlo por parte de Mariana y ejecutado con una ternura, suavidad y placer incomparables, hacia fuera una de las mejores prácticas magistralmente ejecutadas por aquella ternura de mujer incomparable.
La pasión había alcanzado su punto máximo. La multiplicidad de orgasmos se sucedió de manera incesante, transformando aquella mañana en un verdadero rito al placer y la lujuria. Durante casi tres horas, Mariana y Alberto se entregaron sin reservas, explorando cada rincón de sus deseos más profundos. Cuando todo terminó, Mariana yacía completamente extenuada. Era difícil discernir si su agotamiento se debía a la intensidad de los múltiples orgasmos o al debilitamiento provocado por la gripe que aún la aquejaba.
Conmovido por el estado de Mariana, Alberto asumió la tarea de recoger el escenario del amor. Con delicadeza, comenzó a retirar las toallas que habían sido testigos mudos de su encuentro. Las llevó al lavadero, donde las enjuagó y exprimió con esmero antes de colgarlas cuidadosamente en el patio, dejando que el sol hiciera su trabajo. Los plásticos que cubrían la cama y los muebles cercanos también fueron limpiados con una toalla, doblados meticulosamente y colocados al pie de la cama, dejando el lugar en perfecto orden.
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Mariana, por su parte, logró incorporarse tras unos minutos de reposo. Alberto no perdió la oportunidad de prodigarle una última dosis de caricias y besos, repartidos con ternura por su cuerpo aún estremecido. Luego, ella volvió a colocarse la bata blanca, símbolo de una pureza que contrastaba con la intensidad del momento vivido, y lo acompañó hasta la puerta. Allí se despidieron con miradas cómplices y promesas silenciosas, mientras Alberto desaparecía por el portón.
De vuelta en el interior de la casa, Mariana no tardó en caer en un sueño profundo, un descanso merecido tras el agotamiento físico y emocional de la mañana. Estaba tan profundamente dormida que no percibió la llegada de Stella y sus sobrinas al mediodía. Sin embargo, estas últimas, acostumbradas a la sutileza de los secretos familiares, comenzaron a atar cabos con rapidez. Una de ellas se había cruzado con Alberto a pocos metros de la casa, y no dudó en compartir la observación con su madre y su hermana al llegar.
Al entrar en casa y encontrarse con su tía profundamente dormida, las sospechas se transformaron en certezas. Aunque ninguna dijo nada en voz alta, las miradas cómplices entre ellas hablaban por sí solas. Era evidente que algo extraordinario había sucedido aquella mañana, y aunque preferían no indagar, el ambiente estaba cargado de una mezcla de discreción y curiosidad que, lejos de juzgar, confirmaba la naturaleza intensa y pasional de la relación que mantenían Mariana y Alberto.
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Para Stella y sus hijas, la consumación de la relación entre Mariana y Alberto representaba uno de los acontecimientos más significativos del día. Por ello, cuando Mariana despertó, la recibieron con una pequeña celebración improvisada, diseñada para convertir aquel momento en un recuerdo inolvidable y digno de ser incluido en la lista de "primeras veces". El rostro de Mariana reflejaba una felicidad sincera, una satisfacción que parecía emanar desde lo más profundo de su ser. Por primera vez, decidió abrir su corazón completamente y confesó a su hermana y sobrinas la relación que mantenía con Alberto.
Mariana relató con emoción el profundo amor que sentía por él, un sentimiento que, según sus propias palabras, desbordaba todo entendimiento. También compartió su certeza de que era correspondida plenamente por Alberto, quien, con cada gesto y palabra, le confirmaba su entrega absoluta. Expresó su fe en que, en su infinita sabiduría, el Todopoderoso encontraría el momento y la manera de unirlos de manera definitiva, sin importar el tiempo que les quedara por disfrutar juntos. Mientras tanto, acordaron seguir viviendo su amor a distancia, complementado por llamadas telefónicas diarias y, cuando las circunstancias lo permitieran, encuentros íntimos que se convertían en verdaderos rituales de conexión espiritual y carnal, como el vivido aquel día.
Durante los días siguientes, Mariana no logró sobreponerse a las emociones que el encuentro había despertado en ella. Sus conversaciones con Alberto giraban casi exclusivamente en torno a aquel suceso, y sus sentimientos oscilaban entre dos extremos. Por un lado, estaba la exaltación de haber experimentado un éxtasis total, una plenitud que jamás había imaginado posible. Por otro lado, el auto reproche constante la atormentaba, pues sentía que había transgredido las normas que regían la vida de una mujer casada, normas que ella misma consideraba inquebrantables.
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Alberto, conocedor de su conflicto interno, intentaba consolarla y abrirle nuevos horizontes de pensamiento. Como espiritualista, insistía en que la vida debía ser vivida desde una perspectiva más amplia y receptiva. Con frecuencia citaba pasajes bíblicos para reforzar su punto de vista, como aquel que menciona: "No se debe echar vino nuevo en odres viejos, porque los odres se rompen y el vino se derrama. El vino nuevo debe ser guardado en odres nuevos". Según Alberto, esta metáfora ilustraba la necesidad de ensanchar la mente para poder recibir la sabiduría que proviene de lo superior. Con un tono persuasivo, concluía: "Debemos tener una mente abierta para adaptarnos a las bendiciones que nos llegan, y esto aplica a todos los aspectos de nuestra existencia, desde el amor hasta el entendimiento espiritual."
Mariana escuchaba atentamente, pero no siempre lograba reconciliar sus creencias arraigadas con las nuevas ideas que Alberto le proponía. No obstante, comenzaba a cuestionarse si quizá tenía razón, si el amor que compartían era parte de un plan divino más amplio, uno que les permitía desafiar las convenciones y encontrar un propósito más elevado en su unión.
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Es fundamental recordar que el amor es la ley suprema que nos rige y regirá por siempre. En este caso, toda la relación entre Mariana y Alberto ha estado enmarcada en un amor verdadero, puro y sincero, lo cual no deja lugar a dudas. Alberto, en su intento de ofrecer claridad y consuelo a Mariana, le sugirió la lectura del libro Las 9 Cartas de Jesucristo. Según él, en estas cartas Jesús, el Cristo, descorre el velo que durante siglos las iglesias han mantenido sobre la verdad. Allí se revela, por ejemplo, que la Biblia ha sufrido innumerables manipulaciones a lo largo del tiempo. Según este enfoque, apenas un 5% de lo escrito en las Escrituras podría considerarse fiel a las narraciones originales de los evangelistas, mientras que el 95% restante corresponde a añadidos y alteraciones realizadas según las conveniencias personales de monarcas, conquistadores y líderes religiosos que han moldeado su mensaje a su antojo y beneficio.
Alberto insistía en que, para comprender estas ideas, era necesario desaprender muchos conceptos que durante años se habían arraigado en la mente de Mariana. "El proceso de desaprender para aprender algo nuevo puede ser difícil, pero es indispensable para nuestro crecimiento personal", le decía. Esta reflexión no se limitaba al ámbito espiritual o religioso, sino que abarcaba todos los aspectos de la vida. Tecnología, escritura, lectura, transporte, manejo de dinero: todos los ámbitos de la existencia demandan hoy una constante actualización y apertura a nuevos conceptos que faciliten nuestra vida.
"Lo mismo ocurre con la expresión de los sentimientos," añadía Alberto. "Siempre que estén enmarcados en el amor verdadero, debemos aprender a expresarlos de formas más libres y sinceras." Este principio, indudablemente, abundaba en la relación entre Mariana y Alberto. Ambos sentían que su encuentro no había sido casual, sino un acto dispuesto por fuerzas superiores, quizá incomprensibles para ellos en ese momento, pero claramente destinadas a unirlos.
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Mariana y Alberto encontraron en su amor una fuerza capaz de desafiar las convenciones y sus propios temores. Juntos, exploraban nuevos horizontes emocionales y espirituales, convencidos de que, aunque el camino pudiera estar lleno de obstáculos, su relación estaba destinada a trascender las barreras del tiempo y las circunstancias. Para ellos, el amor no solo era una guía, sino la esencia misma de su conexión, algo tan profundo y poderoso que solo podía explicarse como parte de un propósito divino.
La paciencia de Alberto era, sin duda, una virtud extraordinaria. Sin inmutarse un solo instante, mantenía firme su propósito de esperar a Mariana, siempre disponible, las 24 horas del día, los 7 días de la semana. Este compromiso absoluto era su único objetivo en lo que le quedaba de vida, una meta inquebrantable que planeaba cumplir por siempre y para siempre.
Sin embargo, la situación de Alberto comenzó a complicarse tras el fallecimiento inesperado de la profesora Luisa Fernanda, quien le ofrecía alojamiento. Luisa Fernanda, una figura querida y respetada en la comunidad, falleció repentinamente de un infarto mientras disfrutaba un fin de semana con su familia en la capital. Su muerte dejó un vacío no solo emocional, sino también práctico, ya que después de un tiempo prudencial, los familiares de la profesora regresaron al pueblo para vaciar el apartamento y entregarlo al propietario. Fue entonces cuando descubrieron que Alberto se hospedaba allí. Sin demora, le notificaron que debía abandonar el lugar.
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