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Esperando a MARIANA           Carlos Campos Colegial

—¿Y bien, don Alberto? Cuénteme, ¿dónde está residiendo y cuánto tiempo lleva en esta población?

Alberto respondió con calma, aunque su mente seguía divagando en el instante mágico que había compartido con Mariana apenas unos minutos antes. Mientras tanto, Mariana, que se movía con la elegancia y naturalidad que la caracterizaban, le preguntó a su visitante:

—¿Le apetece tomar algo, don Alberto?

—Un vaso de agua estaría perfecto, gracias —respondió él sin vacilar.

Mariana insistió con una ligera sonrisa:

—¿Y por qué no un tinto?

—Está bien, entonces un tinto... y un vaso de agua —concluyó Alberto, provocando la risa general.

Mariana asintió y se dirigió hacia la cocina, que estaba ubicada al otro extremo de la inmensa casa. Su andar, aunque seguro, delataba una mezcla de nervios y emoción. Alberto, mientras tanto, aprovechó la breve pausa para reflexionar. Su mente comenzó a planear cómo podría robarle un nuevo beso, esta vez quizás acompañado de una caricia, en un momento más propicio.

Pensó en las posibilidades: tal vez cuando ella regresara con el tinto y el agua, o incluso cuando se ofreciera a guiarlo hasta el reloj que era el motivo oficial de su visita. La cocina, con su atmósfera íntima y aislada, también parecía un lugar ideal. La idea de estar a solas con Mariana, aunque fuera solo por un instante más, llenaba de emoción su pecho.

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Mientras esperaba, intercambiaba palabras con Julio, respondiendo a sus preguntas con una amabilidad calculada, aunque su atención estaba dividida. Cada paso que escuchaba desde la cocina hacía que su corazón latiera aún más rápido, anticipando el próximo encuentro, incluso si fuera breve, con la mujer que hacía que cada instante en ese lugar se sintiera como un sueño hecho realidad.

Mientras compartían el tinto en la acogedora sala, la conversación se centró en un único tema: la reciente cirugía de Julio. Mariana, con tono sereno, relató los detalles, explicando cómo los médicos habían extraído una cantidad considerable de cálculos de la vesícula, algunos de ellos de un tamaño que sorprendía incluso a los más experimentados. Alberto escuchaba con atención, mostrando interés genuino mientras observaba de reojo los gestos de Mariana.

Julio añadió que su recuperación había sido lenta y que el tiempo en cuidados intensivos había sido una dura prueba para todos. Agradecía profundamente a Dios y al equipo médico que le habían ayudado a superar la crisis. Aunque ahora enfrentaba ciertas limitaciones para desplazarse y realizar tareas cotidianas, Mariana se encargaba de todo con dedicación y cariño, asegurando que la vida siguiera su curso.

Tras escuchar los pormenores, Alberto vio la oportunidad de cambiar el rumbo de la conversación. Con naturalidad, preguntó:

—¿Y dónde está instalado el reloj? Me gustaría verlo para ajustar su mecanismo.

Mariana se levantó de inmediato y lo invitó a seguirla hacia la sala, donde el reloj se encontraba junto a una ventana abierta. Antes de dirigirse al objeto en cuestión, Alberto notó la corriente de aire que se colaba por la ventana y, casi instintivamente, se adelantó para cerrarla con cuidado.

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Cuando regresó al centro de la sala, Mariana estaba detrás de él, inesperadamente cerca. Al girarse, sus miradas volvieron a encontrarse, y en ese instante, el aire pareció cargarse de una energía magnética e irresistible. Como si fuera un reflejo de lo inevitable, se fundieron en un beso aún más largo, cálido y profundo que el primero.

Las manos de ambos se movieron con suavidad, pero con una intención clara, explorando a través de las telas que cubrían sus cuerpos. Era como si cada caricia hablara por ellos, revelando deseos largamente contenidos. En esos breves instantes, el mundo exterior dejó de existir, y solo estaban ellos dos, entregándose a la pasión que les consumía.

Cuando el beso terminó, Mariana, con la respiración entrecortada, miró a Alberto con una mezcla de asombro y culpabilidad.

—Esto… esto es completamente nuevo para mí —le susurró—. Jamás he sentido algo parecido. Nunca nadie me había hecho experimentar estas emociones, ni siquiera en mis años de juventud.

Alberto, con voz suave pero firme, respondió:

—Mariana, cada momento contigo es único. Nunca he querido nada más que hacerte feliz, aunque solo sea con pequeños instantes como este.

Fue entonces cuando, para romper un poco la tensión del momento, Alberto propuso un juego:

—¿Qué te parece si llevamos un listado de todas las cosas que experimentas por primera vez?

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Mariana, entre risas nerviosas, aceptó la idea, encontrando en ella una forma divertida de desviar la intensidad de lo que estaban viviendo. Desde ese día, comenzaron a llenar el listado con cada pequeño descubrimiento, cada fugaz encuentro y cada sensación inédita. El juego, aunque ligero, se convirtió en un símbolo de su conexión, una prueba tangible de que, a pesar de las circunstancias, sus almas gemelas estaban destinadas a encontrarse y explorar juntas los misterios del amor.

Ajustar el reloj no le tomó a Alberto más de diez minutos. La tarea era sencilla: desenganchar el péndulo y girar una cuarta parte de vuelta la tuerca de ajuste, reduciendo mínimamente su longitud para acelerar su desplazamiento. Al terminar, el reloj funcionaba con precisión absoluta, y Julio, satisfecho, le agradeció el trabajo. Desde aquel día, el reloj jamás volvió a requerir ajustes, permaneciendo como un testigo silencioso de aquella significativa visita.

Alberto se despidió de Julio, quien insistió efusivamente en que regresara pronto, esta vez para disfrutar de una visita más distendida. Mariana, con su característica hospitalidad, se ofreció a acompañar a Alberto hasta la salida.

El trayecto hacia la puerta principal se convirtió en un escenario más de su intensa conexión. Caminaban por el largo corredor, iluminado por los últimos rayos de sol de la tarde, cuando al llegar al tramo donde iniciaban las escaleras, Mariana se detuvo. Con determinación y sin previo aviso, se interpuso en el camino de Alberto, envolviéndolo en un apasionado abrazo que culminó en una serie de besos cargados de emoción y deseo.

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Alberto respondió con la misma intensidad, dejando que sus labios exploraran el lóbulo de las orejas, el cuello y los hombros de Mariana, con una suavidad que provocó en ella unos sonoros quejidos de placer. La química entre ellos era innegable, y esos momentos robados se convertían en la válvula de escape de los sentimientos que ambos habían reprimido durante tanto tiempo.

Sin embargo, la realidad les golpeó con la fuerza de la prudencia. Mariana, consciente de las posibles miradas ajenas, abrió la puerta y adoptó un gesto cordial, ocultando cuidadosamente la intensidad de los momentos vividos segundos antes. Su despedida fue formal, como si los instantes en el corredor hubieran sido solo un sueño fugaz.

Alberto salió con una sonrisa contenida, recorriendo las calles hacia su residencia mientras repasaba cada detalle de aquella inolvidable tarde. Los besos, las caricias, el sonido de los quejidos de Mariana... Todo quedaba grabado en su memoria como una obra maestra de emociones compartidas.

No había terminado de revivir aquellos momentos en su mente cuando el sonido de su teléfono lo sacó de su ensoñación. Era Mariana.

—Don Alberto... —comenzó ella, con un tono que mezclaba timidez y emoción—. Quiero agradecerte... Gracias por todo lo que me hiciste sentir esta tarde. Fueron emociones nuevas, maravillosas... Más de lo que jamás habría imaginado.

La llamada fue la primera de muchas que compartieron ese día. Mariana, entre risas y suspiros, le confesó que aquellas emociones superaban todas las expectativas que alguna vez tuvo, incluso antes de contraer matrimonio con Julio. Sus palabras confirmaron lo que Alberto ya sabía: lo que había entre ellos era algo único, una conexión que desafiaba cualquier obstáculo y hacía de cada encuentro una experiencia inolvidable.

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En cada conversación telefónica, había instantes en los que la contención cedía y las emociones desbordaban. Mariana, entre suspiros y con voz entrecortada, renegaba del destino que les impedía dar rienda suelta a las pasiones que le quemaban por dentro. Prometía, casi como un conjuro, que pronto encontraría la manera de propiciar el momento perfecto. Primero decía que sería en los próximos días, luego aseguraba que antes de terminar el mes, y más tarde se corregía con creciente urgencia, afirmando que sería en menos de quince días. Finalmente, cerraba cada llamada con la misma determinación: "La próxima semana, sin falta".

Para ella, este amor clandestino representaba un aprendizaje inesperado y profundamente revelador. Reconocía que había llegado tarde en su vida, pero, como se consuela el refrán, "es mejor tarde que nunca".

Los días siguientes estuvieron marcados por un torrente de llamadas telefónicas. Desde las primeras horas del amanecer hasta bien entrada la noche, sus voces eran el único eco en sus mundos privados. El amor, ahora desnudo y sin barreras, brotaba con fuerza en cada palabra. Sin embargo, esta intensidad les hacía cometer imprudencias que rozaban lo peligroso. Mariana, consciente de que su reputación en el pueblo era intachable, agradecía en silencio que las indiscreciones no hubieran llegado a oídos ajenos.

Uno de esos días, Alberto visitó la bodega en una jornada que correspondía a Mariana atender. Desde su llegada, fue recibido con un tinto caliente y las miradas largas y profundas que ya eran parte de su lenguaje secreto. Las palabras entre ellos eran pocas, pero cargadas de significado, como si el mundo alrededor se desvaneciera cuando estaban juntos.

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Al momento de despedirse, Mariana, incapaz de resistir más, se lanzó a los brazos de Alberto y le estampó un sonoro beso, sin reparar en las posibles consecuencias. La pasión del gesto eclipsó su prudencia, y justo entonces, la puerta de la bodega se abrió. Un cliente entraba al local.

Por un segundo, el tiempo pareció detenerse. Mariana y Alberto se separaron con rapidez, intentando disimular el arrebato. El cliente, si notó algo, no dio muestras de ello. Compró lo que necesitaba y se marchó en silencio. Ni una palabra de aquel instante trascendió más allá de las paredes de la bodega.

Para Mariana, ese episodio fue un recordatorio de los riesgos que enfrentaban. Pero lejos de apagar el fuego de su amor, lo avivó aún más. Ambos sabían que caminaban en la cuerda floja, pero esa tensión, ese límite, hacía que cada encuentro se sintiera aún más intenso y único.

Quizás el cliente pensó que sus ojos le engañaban, que aquello no había sido más que un malentendido o una ilusión pasajera. Sin embargo, la preocupación mutua por el desafortunado suceso llevó a que, en los días siguientes, ambos evitaran al máximo los encuentros improvisados frente a la vivienda de Mariana. Los paseos de Alberto frente a los ventanales, que antes eran casi una rutina, se limitaron drásticamente. Para Mariana, estos encuentros visuales eran esenciales; sucedían varias veces al día y le brindaban una chispa de alegría y emoción que iluminaba su cotidianidad.

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A pesar de la prudencia, Alberto encontró una nueva excusa para acercarse. Se hizo amigo del dueño de un negocio de artículos varios, ubicado en diagonal a la casa de Mariana. Durante sus visitas al local, Mariana encontraba motivos para salir al balcón y dedicarse con aparente naturalidad a remojar las matas que adornaban la singular edificación. Era una forma discreta de establecer contacto visual. Sin embargo, esta distracción tuvo consecuencias. En una ocasión, tan absorta estaba observando a Alberto que el arroz se le quemó, lo que retrasó el almuerzo una hora entera, rompiendo con la costumbre de servirlo puntualmente a las doce.

Con el paso de los días, la tensión entre ambos se fue disipando. Una tarde, Mariana sorprendió gratamente a Alberto llamándole para pedirle que la visitara en la bodega. Le explicó que Stella, su hermana, estaría presente y que ya estaba al tanto de lo que ocurría entre ellos. Stella, cómplice y comprensiva, haría todo lo posible para facilitar el encuentro, asegurándose de que Alberto pudiera pasar directamente a las bodegas del negocio sin levantar sospechas.

Media hora después, Alberto llegó puntualmente a la cita. Stella, tal como lo había prometido, le recibió con una sonrisa cómplice y le hizo pasar de inmediato al interior de las bodegas. El espacio estaba atiborrado de sacos de azúcar, arroz, lentejas y frijoles, entre otros productos que abastecían el negocio. Allí, en medio de aquel escenario doméstico y mundano, Alberto y Mariana encontraron un rincón para compartir unos instantes robados al tiempo y a la rutina.

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Alberto trató de tranquilizar a Mariana con palabras llenas de paciencia y conocimiento. Le explicó que lo que había experimentado era completamente normal y que sucedía aproximadamente al 10 % de la población femenina. Con tono calmado, añadió que aquel fluido era producido por las glándulas de Skene, una estructura anatómica que, en cierto modo, equivalía a la próstata en los hombres. A pesar de sus esfuerzos por hacerla sentir mejor, Mariana seguía desconcertada y avergonzada. La vergüenza había opacado el entusiasmo inicial, y el encuentro, que prometía ser mucho más extenso y placentero, quedó abruptamente interrumpido.

Después de un largo rato explicándole los detalles del fenómeno y tratando de mitigar su incomodidad, Alberto regresó a su residencia. Durante el trayecto, su mente seguía anclada en aquel momento tan particular. A lo largo de su vida, solo había conocido a tres personas con esta condición, que para él era excepcional y maravillosa. Más allá de cualquier reacción externa, Alberto valoraba profundamente el privilegio de llevar a alguien a un estado de éxtasis tan único y especial.

La noche avanzaba, y después de las nueve, cuando Julio dormía profundamente, Mariana se levantó a hurtadillas y se dirigió a la cocina. En la penumbra del lugar, tomó el teléfono y llamó a Alberto. Durante más de una hora, conversaron con una mezcla de emociones encontradas. Alberto, con ternura, repasaba cada detalle del encuentro, asegurándole que lo vivido había sido una expresión natural y bella. Mariana, en cambio, lo describía como algo vergonzoso y desconcertante, algo que jamás imaginó experimentar y que aún no lograba asimilar.

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A pesar de sus diferencias en la percepción de lo ocurrido, aquella conversación nocturna se convirtió en un refugio para ambos. Entre palabras de consuelo y risas nerviosas, encontraron un punto de conexión que fortaleció aún más su vínculo. Lo que para Mariana parecía una barrera, para Alberto era una oportunidad de hacerle comprender que el amor y la intimidad no se rigen por normas preestablecidas, sino por la aceptación plena del otro, tal como es.

Alberto, con su característica paciencia y empatía, trató de tranquilizar a Mariana por todos los medios. Le explicó que lo sucedido era una experiencia completamente normal, pero que también era un privilegio experimentarla, sobre todo en una etapa avanzada de la vida. "Es algo que pocas personas tienen la fortuna de vivir," le dijo, con una sonrisa cálida. A continuación, propuso una idea que iluminó el rostro de Mariana: llevar un registro de todas las situaciones nuevas que experimentaran juntos, resaltando que, a su edad, vivir algo por primera vez no solo era inusual, sino que debía celebrarse como un verdadero logro.

Alberto subrayó que, para una persona joven, descubrir cosas nuevas es algo casi cotidiano y, por lo general, pasa desapercibido. Sin embargo, para ellos, cada experiencia inédita adquiría un significado especial. "En el poco tiempo que llevamos compartiendo más de cerca, ya hemos vivido al menos una decena de momentos únicos," comentó con entusiasmo. Con esa misma emoción, sugirió crear otra lista, esta vez de situaciones que podrían explorar en el futuro. Mariana, ahora más tranquila, aceptó la idea con una sonrisa tímida y prometió que en adelante llevarían juntos ese registro. Eso sí, le pidió paciencia. 

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