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Esperando a MARIANA Carlos Campos Colegial
En ese instante, ambos lo supieron. No había necesidad de palabras: estaban hechos el uno para el otro. Tras esa conexión indescriptible, se presentaron formalmente, intercambiaron unas palabras más y comenzaron a conversar. Desde aquel momento, sus vidas dieron un giro inesperado.
Esa noche, de regreso en el hotel, Alberto no podía creer lo que acababa de suceder. Se tumbó en la cama, repasando una y otra vez los detalles del encuentro: la suavidad de la luz de las velas, el sonido del viento, pero sobre todo, la imagen de Mariana. Recordó sus ojos negros como el azabache, profundos y serenos, enmarcados por unas cejas densas y perfectamente delineadas. La claridad y tersura de su piel, tan blanca y luminosa como un lienzo recién preparado, le daban un aura especial.
Aunque rondaba los 70 años, Mariana poseía una belleza que desafiaba el tiempo. Su esbelta figura y la firmeza de su piel eran objeto de admiración de quienes la conocían, quienes a menudo comentaban su gracia y elegancia. Pero para Alberto, lo más cautivador era esa mezcla de dulzura y fortaleza que irradiaba en cada gesto.
Aquel fugaz encuentro marcó el inicio de una historia que cambiaría sus vidas para siempre. Alberto supo desde ese momento que había encontrado no solo a la mujer de sus sueños, sino a alguien que daría un nuevo sentido a su vida.
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Mariana se retiró aquella noche con el corazón algo inquieto. La intensidad de la mirada de Alberto y la naturalidad de su gesto al ayudarla con el farol habían dejado en ella una sensación nueva, difícil de descifrar. Sin embargo, fiel a sus principios y a su condición de mujer casada, buscó refugio en sus oraciones, pidiendo claridad y fortaleza. Años después, en una extensa misiva dirigida a Alberto, le confesaría cómo ese momento marcó el inicio de una lucha interna por mantener sus valores y preservar su vida tal como era.
A partir de aquel encuentro, Alberto comenzó a frecuentar la iglesia con mayor regularidad. Siempre mantenía la esperanza de cruzarse con Mariana, aunque solo fuera para saludarla brevemente. En varias ocasiones, sus caminos se encontraron. Los saludos eran breves y formales, pero para Alberto, esos instantes fugaces significaban todo. Sin embargo, nada parecía indicar lo que el destino tenía preparado para ellos.
Pasaron los años, y la vida en aquel pequeño pueblo siguió su curso. Alberto, sintiendo la necesidad de nuevos horizontes, decidió viajar a la costa para visitar a unos amigos y, de paso, intentar regresar a una empresa en la que había trabajado años atrás. Era un nuevo capítulo en su vida, una oportunidad para alejarse del lugar que, aunque le había ofrecido momentos especiales, también le había dejado un sabor agridulce por la distancia emocional que aún lo separaba de Mariana.
El día antes de su partida, un sábado, Alberto asistió a la misa de las seis de la tarde. Quería despedirse del párroco, un hombre con quien había cultivado una bonita amistad durante sus frecuentes visitas a la iglesia. Al salir del templo, mientras el cielo comenzaba a teñirse de colores cálidos con el ocaso, divisó a Mariana en la puerta de su bodega.
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No lo pensó dos veces. Como un rayo, se dirigió hacia ella. Al llegar, la saludó con un apretón de manos, sintiendo la calidez de su piel por lo que parecía ser la última vez.
—Doña Mariana —comenzó, tratando de sonar calmado, pero sin poder esconder el nerviosismo en su voz—, mañana temprano viajaré a la costa. No sé cuánto tiempo estaré fuera.
Mariana asintió con cortesía, como siempre lo hacía, pero sus ojos denotaban una mezcla de sorpresa y curiosidad por el inesperado anuncio.
Fue entonces cuando, sin previo aviso, Alberto dejó salir lo que durante años había guardado en su corazón.
—No puedo aguantar más —dijo de pronto, con una intensidad que incluso a él lo sorprendió—. Tengo que decirte esto, aunque no sé si debería. Te amo, doña Mariana. Así de sencillo. No estoy confundido, no estoy alucinando, y no me importa si piensas que estoy loco.
El silencio que siguió fue abrumador. Mariana lo miró con una mezcla de desconcierto y emoción contenida. Las palabras de Alberto parecían resonar en el aire, como si el tiempo se hubiera detenido solo para ellos.
Ella, sin embargo, no respondió. Se limitó a bajar la mirada, como si buscara fuerzas en el suelo bajo sus pies. Entonces, con un movimiento casi imperceptible, se retiró hacia el interior de la bodega, dejando a Alberto de pie frente a la puerta, con el corazón latiendo desbocado y una sensación de alivio y angustia entremezclados.
Aquella confesión fue un punto de inflexión, un momento que ambos recordarían para siempre, aunque el desenlace aún estuviera por escribirse.
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Mariana, desconcertada por la confesión de Alberto, intentó continuar la charla como si nada hubiera pasado. Aunque sus palabras parecían superficiales, su mente estaba atrapada en un torbellino de pensamientos. La declaración de Alberto había taladrado su interior, despertando emociones que ella creía controladas. Esa noche, mientras cerraba el local y luego se refugiaba en la soledad de su hogar, las palabras de Alberto resonaban una y otra vez en su mente, impidiéndole conciliar el sueño.
Antes de despedirse, Alberto, preparado para este momento, le entregó un pequeño papel con su número de móvil. Lo había escrito anticipándose a esa ocasión, soñando con la posibilidad de que ella aceptara conservarlo. Mariana tomó el papel entre sus manos, prometiéndole que lo llamaría pronto. Con un último intercambio de buenos deseos, ella regresó a su rutina y él se dirigió al hotel, con el corazón dividido entre la esperanza y la incertidumbre.
A la mañana siguiente, Alberto emprendió su viaje hacia la costa. A eso de las 8, mientras observaba el paisaje pasar desde la ventana del autobús, su móvil sonó. Era un número desconocido. Contestó sin grandes expectativas, pero al escuchar la voz al otro lado de la línea, su corazón dio un vuelco.
—¡Don Alberto! —dijo Mariana con una mezcla de emoción y urgencia—. Lo que me dijo anoche en la puerta de la bodega… ¿es cierto?
Alberto tomó aire antes de responder, su voz cargada de sinceridad:
—Muy cierto, Mariana. Y muy serio. Siempre te he amado en silencio, desde el primer momento en que te vi.
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Lo que siguió fue una narración que Alberto había guardado en su memoria durante años. Le contó uno a uno los momentos en que había tenido la oportunidad de verla, aunque siempre a la distancia. Desde aquella primera vez que la vio cruzar la calle camino a misa, hasta las tardes en la sastrería con don Remigio, esperando con ansias fugaces encuentros.
Mariana escuchaba en silencio, conmovida por la intensidad de sus palabras. Finalmente, con voz entrecortada, confesó lo que había mantenido guardado en su interior:
—Yo también he sentido algo por usted, don Alberto. Aunque me resistía a aceptarlo, lo que me dijo anoche despertó sentimientos que no puedo ignorar.
Pero luego, su tono cambió. Habló con firmeza, consciente de las circunstancias:
—Sin embargo, no podemos ignorar mi realidad. Soy una mujer casada, y aunque mi matrimonio no es perfecto, tengo un compromiso que debo respetar. Esto, por ahora, es un imposible.
Alberto, aunque dolido por sus palabras, comprendió la situación. Había esperado años para expresar sus sentimientos y sabía que no sería sencillo.
—No espero nada más que lo que puedas ofrecer, Mariana. Mi amor por ti es puro y sincero. Pase lo que pase, siempre estaré aquí, respetando tus decisiones.
La conversación continuó unos minutos más, con ambos compartiendo sus pensamientos y emociones. Cuando la llamada terminó, Alberto sintió que, aunque el camino hacia ella parecía imposible, había dado un paso importante. Por su parte, Mariana quedó con el corazón dividido entre la lealtad a su esposo y la inesperada esperanza de un amor que parecía destinado.
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Ambos acordaron que, aunque las circunstancias parecían insalvables, seguirían cultivando ese sentimiento que los unía, con la esperanza de que, algún día, el destino les diera la oportunidad de materializar aquella soñada unión. No había promesas ni plazos, solo el firme deseo de mantenerse conectados mientras el tiempo y las circunstancias lo permitieran.
Alberto llegó a la costa con un halo de felicidad que lo envolvía. Había algo nuevo en su vida, una luz que parecía crecer con cada llamada de Mariana. Durante el viaje, sus conversaciones telefónicas se habían vuelto un bálsamo, y ya instalado en casa de una familia amiga, estas continuaron con una frecuencia que ambos ansiaban y disfrutaban enormemente. Mariana, sin embargo, había establecido una sola condición: sería ella quien lo llamaría cuando tuviera la oportunidad. Alberto, respetuoso de su petición, nunca la contactaba directamente, esperando con paciencia cada llamada como el momento más preciado de su día.
Pronto, Alberto comenzó a trabajar en un empleo temporal, lo que ayudó a estabilizar su rutina. A pesar del intenso calor costeño y las exigencias del día, sabía que al final de la jornada lo esperaba su recompensa: la voz de Mariana. Cada llamada era más extensa que la anterior, un refugio donde las palabras cariñosas fluían con naturalidad. En esas conversaciones, ambos compartían su día a día, sus sueños y sus pensamientos más íntimos.
El final de sus llamadas solía estar marcado por las obligaciones de Mariana. En ocasiones, Julio la requería para algo o necesitaba que le administrara sus medicamentos. Alberto escuchaba con atención y respeto, consciente de las complejidades de su situación.
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En una de estas charlas, Alberto, lleno de curiosidad y emociones encontradas, se atrevió a preguntarle sobre su relación íntima con Julio. Mariana, sin rodeos pero con la sinceridad que caracterizaba su relación con Alberto, le confesó:
—Si antes eran casi nulas, ahora, con la aparición de la artritis, son cosa del pasado. Pero eso no cambia mi compromiso, Alberto. Cuando me casé, hice un voto ante el Todopoderoso, y ese voto es algo que no tomo a la ligera. Mi objetivo es ser una esposa ejemplar, a pesar de todo.
Estas palabras, aunque dolorosas para Alberto, no mermaron su amor ni su admiración por ella. Al contrario, fortalecieron su respeto por la mujer que Mariana era: íntegra, leal y profundamente consciente de sus valores.
Ambos continuaron aferrándose a las pequeñas pero significativas muestras de cariño que podían compartir. Aunque su amor seguía siendo un anhelo, esas llamadas nocturnas se convirtieron en el puente que sostenía su esperanza y alimentaba su conexión, mientras aguardaban con paciencia el momento en que el cielo pudiera darles vía libre para estar juntos.
Mariana asistía con devoción a la misa dominical, pero últimamente, esas visitas al templo, lejos de brindarle paz, se habían convertido en una fuente de inquietud. Cada vez que el evangelio o la homilía del cura se referían al adulterio, aquella palabra se clavaba en su mente y resonaba con fuerza en su corazón. Se sentía atrapada entre su compromiso religioso y los sentimientos profundos que había desarrollado hacia Alberto. Durante esos días, el distanciamiento con él se hacía evidente. Cuando finalmente se animaba a explicarle sus motivos, lo hacía con voz tímida y llena de conflicto interno.
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Alberto, por su parte, siempre escuchaba con paciencia y comprensión. La adoraba profundamente, o mejor dicho, la adora, como lo expresó recientemente a un pariente común. En esa conversación, sin dudar un instante, Alberto afirmó que su amor por Mariana permanecería intacto hasta el final de sus días. Agregó que estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario, incluso si solo pudiera compartir con ella una semana de su vida, si el Todopoderoso así lo permitía.
El trabajo de Alberto en la costa era temporal, y al cabo de dos meses regresó al pueblo. Llegó un sábado muy temprano en la mañana, emocionado por volver a verla. Sabía que Mariana no atendía la bodega ese día, pero aun así encontró una manera de conectar con ella. Le avisó la hora exacta en que pasaría frente a su hogar, y ella, como si fuera una casualidad, se asomó a uno de los balcones de la antigua casa que compartía con Julio. Ese breve encuentro visual, cargado de complicidad, bastó para renovar sus fuerzas y avivar la llama de su esperanza.
El lunes siguiente, tras una emotiva charla en la que hablaron de todo lo vivido durante su ausencia, Mariana tomó una decisión importante. Era hora de presentar a Alberto ante Julio. Consciente de lo delicado de la situación, pensó en una estrategia que permitiera el encuentro de manera natural. Aprovechó una pequeña falla en el reloj de pared de su hogar, que solía adelantarse varios minutos durante la semana, para justificar la visita de Alberto.
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—Julio —le dijo con aparente casualidad—, ¿te acuerdas que hace días comenté que el reloj estaba fallando? Pues el señor de la sastrería me sugirió a alguien que podría ayudarnos. Se llama Alberto, y al parecer tiene experiencia con estos aparatos. Él mismo ajusta el reloj de la sastrería, que es uno de los pocos relojes antiguos que aún quedan en el pueblo.
Julio, confiado en el criterio de Mariana y sin sospechar el trasfondo de la situación, accedió a la propuesta. Así, con un pretexto sencillo pero efectivo, Mariana logró abrir la puerta para que Alberto ingresara en su hogar y en la vida de su esposo, aunque de manera indirecta y sin levantar sospechas.
Mariana, decidida a dar el siguiente paso en su plan, llamó a Alberto frente a Julio. Con una mezcla de serenidad y nerviosismo, le comentó que don Remigio le había recomendado como experto para ajustar el reloj de pared, y que por eso le había proporcionado su número de contacto. Acto seguido, le preguntó cuándo estaría disponible para visitarlos.
Alberto, sin dejar pasar la oportunidad, respondió con entusiasmo:
—Justamente estoy muy cerca, a escasos metros. Si les parece bien, puedo ir ahora mismo.
Mariana fingió sorpresa ante la coincidencia, pero antes de que pudiera decir algo, Julio intervino con tono resolutivo:
—Perfecto. Llegue de inmediato, aquí lo estaremos esperando.
Alberto no perdió tiempo. En cuestión de minutos llegó a la bodega, donde Mariana ya lo esperaba. Tras una breve introducción, Mariana le presentó a su hermana Stella, quien estaba atendiendo el negocio. Con una sonrisa que intentaba ocultar su emoción, Mariana le indicó que la acompañara a la casa por la entrada principal.
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Mariana tomó la delantera, y Alberto la siguió de cerca. Al abrir la puerta principal, ella hizo un gesto para que pasara primero. Una vez dentro, mientras cerraba la puerta tras ellos, ambos se encontraron en un momento de inesperada intimidad. Iniciaron el ascenso por la escalera, y en ese breve espacio, el tiempo pareció detenerse. Se miraron fijamente a los ojos, como si todo lo que habían compartido en sus conversaciones se materializara en ese instante.
Sin decir una palabra, como si el momento hubiera sido escrito en un guion celestial, se dejaron llevar por el impulso de sus corazones. Compartieron un beso espontáneo, cálido y profundamente significativo. Ninguno de los dos supo cuánto tiempo duró, pero para ambos fue eterno y fugaz al mismo tiempo. En ese beso se comunicaron todo lo que habían sentido desde el día en que se conocieron, confirmando una vez más lo que sus almas ya sabían: estaban hechos el uno para el otro.
Cuando el beso terminó, ambos se separaron con un brillo renovado en los ojos y una complicidad silenciosa que lo decía todo. Sin mediar palabra, continuaron su camino hacia la sala donde les esperaba Julio, ajeno al pequeño milagro que acababa de suceder tras esa puerta.
Los corazones de Alberto y Mariana latían con una intensidad desbordante, y sus mentes estaban repletas de pensamientos que se entrecruzaban como ráfagas. Apenas eran conscientes de que habían llegado al interior de la casa, donde Julio los esperaba sentado cómodamente en un amplio sofá. Con una sonrisa cordial, Julio extendió su mano hacia Alberto y comenzó a hacerle preguntas.
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