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Esperando a MARIANA Carlos Campos Colegial
Antes de que pudiera reaccionar, Mariana, con una timidez evidente, deslizó su mano suavemente bajo las cobijas hasta tocar a Julio. Él, aunque atónito, respondió instintivamente a sus caricias. En la oscuridad total de la habitación —pues hasta ese momento nunca se habían visto desnudos—, comenzaron a despojarse lentamente de sus pijamas. Sus movimientos eran torpes y cautelosos, pero cargados de una intensidad que ambos habían reprimido por meses. Julio, tembloroso, acarició por primera vez los pechos de Mariana, quien, sorprendida por el placer que aquello le producía, se permitió disfrutar del momento. Ambos estaban descubriendo un mundo completamente nuevo juntos, lleno de nervios, curiosidad y una profunda conexión emocional.
Sin embargo, lo que para Julio parecía el inicio de una vida marital más cercana e íntima, para Mariana resultó ser un paso que aún la llenaba de dudas. Aunque aquella noche fue un hito en su relación, los días siguientes no trajeron el cambio que Julio esperaba. Mariana volvía a su actitud reservada, y aunque ahora permitía pequeños gestos de cariño más allá de lo habitual, la intimidad plena parecía seguir siendo un tema delicado.
Julio, por su parte, intentaba ser comprensivo, pero no podía evitar sentirse algo frustrado. A pesar de ello, no dejó de demostrarle a Mariana que estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario para que ella se sintiera completamente cómoda. Así, comenzaron a construir su relación sobre la base de paciencia, respeto y un amor que, aunque tímido, se hacía más fuerte con cada día que pasaba.
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Después de varios días de intentos fallidos y momentos de incomodidad, Julio finalmente logró consumar el matrimonio con Mariana. Sin embargo, el primer encuentro íntimo estuvo lejos de ser una experiencia placentera. La penetración fue torpe y rústica, causando a Mariana un dolor intenso que dejó una huella en su memoria emocional. Por su parte, Julio, visiblemente nervioso y abrumado por la situación, sufrió una eyaculación precoz que ambos asumieron sería pasajera, fruto de la falta de experiencia y la novedad del momento.
Con el paso del tiempo, esta dificultad inicial no solo no mejoró, sino que se volvió una constante. Julio, aunque afectuoso y dedicado en otros aspectos de la relación, no lograba superar su problema de eyaculación rápida. Mariana, quien albergaba expectativas de una vida marital plena y apasionada, se encontró atrapada en una dinámica íntima limitada y frustrante. Las relaciones sexuales eran esporádicas, reducidas a escasos minutos de coito, dejando a Mariana insatisfecha y completamente ajena a lo que significaba experimentar un orgasmo.
Lejos de explorar nuevas posibilidades o mejorar su intimidad, la pareja adoptó un modus vivendi marcado por la abstinencia frecuente y una cercanía superficial. Sus encuentros físicos se limitaron a caricias ocasionales, besos fugaces y miradas furtivas que cruzaban a diario. A pesar de las dificultades en el ámbito sexual, ambos se dirigían con palabras tiernas y cariñosas: él la llamaba "niña", un apodo que permaneció a lo largo de los años, y ella respondía con un dulce "amor". Estas expresiones se convirtieron en un refugio emocional que ayudaba a sostener una relación que, en el fondo, carecía de verdadera pasión.
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Mariana, aunque resignada, no dejaba de soñar con las escenas que había leído en libros especializados sobre sexualidad y pareja antes de casarse. En ellos se describían encuentros llenos de emoción, creatividad y conexión, ideales que había imaginado vivir en su matrimonio. Sin embargo, la realidad resultó ser muy distinta. Con el tiempo, dejó de fantasear con estas experiencias y se concentró en su rol de esposa dedicada y trabajadora incansable en la bodega familiar.
A pesar de su decepción íntima, Mariana nunca expresó abiertamente su descontento. Quizás por temor a herir a Julio, que a su manera la amaba profundamente, o quizá por la educación conservadora que había recibido, que le inculcó la idea de que debía aceptar la vida como venía y evitar conflictos. Así transcurrieron los años, en una rutina monótona pero funcional, marcada por gestos de afecto cotidiano pero carente de verdadera plenitud en el ámbito físico.
Sin embargo, el destino tenía otros planes para Mariana. Muchos años después, en un giro inesperado de su vida, conoció a Alberto. Su relación con él le permitió descubrir todo aquello que había imaginado y mucho más. Alberto no solo despertó en ella una pasión que creía perdida, sino que también le mostró una dimensión de la intimidad que nunca había experimentado. Con él, Mariana descubrió el placer en todas sus formas, incluidos aquellos aspectos que había leído en libros y que alguna vez pensó que quedarían en el reino de las fantasías.
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La llegada de Alberto marcó un antes y un después en su vida. Aunque sus vivencias con Julio quedaron como un recuerdo teñido de ternura y nostalgia, fue con Alberto que Mariana finalmente comprendió lo que significaba vivir una relación plena, tanto emocional como físicamente.
Pero no debo adelantar más detalles, pues prefiero que en su momento usted conozca, paso a paso, lo que sucedió y sigue sucediendo en este fascinante y atípico caso. Le pido que no pierda de vista que tengo contacto permanente con mi pariente, quien siempre me ha mantenido informado de cada giro de esta historia, que desde el principio ha captado toda mi atención.
A los pocos meses de la boda, la salud de doña Rebeca empezó a desmejorar sustancialmente. Su energía, antes inagotable y característica, comenzó a menguar de manera notoria. Ya no tenía fuerzas para atender la bodega familiar, actividad que había desempeñado con determinación y orgullo durante años. Fue entonces cuando Stella, su hija menor, aceptó complacida hacerse cargo de la bodega, respondiendo al llamado de su madre. Para Stella, la nueva responsabilidad no solo representaba una oportunidad de cambiar su rutina diaria, dedicada por completo a las tareas del hogar, sino también una manera de ganar unos pesos adicionales para su bolsillo, algo que nunca está de más en tiempos difíciles.
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Mariana, mientras tanto, compaginaba su vida marital con el cuidado de su madre. La figura de doña Rebeca, aunque debilitada físicamente, seguía siendo un pilar emocional y moral en el hogar. Sin embargo, la realidad golpeó de manera inesperada y desgarradora. El día del cumpleaños de Mariana, la familia se reunió para celebrar con modestia y cariño, sin saber que esa sería la última vez que compartirían una fecha tan especial con doña Rebeca. Apenas quince días después, la querida matriarca partió de este mundo, dejando un vacío inmenso en el corazón de su familia.
La consternación y la tristeza se apoderaron del hogar. Doña Rebeca no solo era una madre y abuela ejemplar, sino también una figura de fortaleza que siempre había guiado con su sabiduría y amor incondicional. Desde entonces, Mariana hizo un compromiso consigo misma: visitar la tumba de su madre semanalmente y adornarla con un hermoso ramo de flores. Estas visitas se convirtieron en un ritual que le permitía honrar la memoria de doña Rebeca y mantener vivo su recuerdo.
La vida continuó transcurriendo con aparente normalidad para Mariana, Julio, Stella y las pequeñas hijas de esta última. Parecía que todo seguía un curso preestablecido, como si cada uno de ellos estuviera destinado a cumplir con su rol en la vida, sin mayores sobresaltos. Pero el destino, con su inusual manera de operar, pronto pondría a prueba esta aparente tranquilidad.
Mariana, desde su infancia, había sido una mujer marcada por la rectitud. Su vida estaba profundamente arraigada en las normas religiosas que había aprendido de niña y que siempre había acatado con devoción. Su espíritu disciplinado y su carácter fuerte eran una guía inquebrantable en su día a día. Sin embargo, la vida tiene maneras misteriosas de desafiar nuestras convicciones más firmes.
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El destino, en su infinita sabiduría —o quizá en su capricho—, colocaría a Mariana en una encrucijada imposible de evitar. Sería una experiencia que la llevaría a cuestionar los fundamentos mismos de su existencia y de su fe. Y es que, por más que un espíritu como el de Mariana esté orientado a seguir los caminos de la rectitud, hay momentos en los que las fuerzas superiores designan algo completamente diferente, algo que nos obliga a transitar caminos inesperados y, muchas veces, incómodos.
A partir de ese momento, la vida de Mariana comenzaría a tomar giros que nadie habría imaginado. La aparente normalidad se desdibujaría, dando paso a una serie de eventos que pondrían a prueba su fe, su fortaleza y, sobre todo, su capacidad de amar y perdonar.
La salud de Julio comenzó a deteriorarse de manera significativa, al punto de verse obligado a renunciar a su trabajo en la tesorería municipal. Su estado físico ya no le permitía cumplir con las exigencias de su empleo, pues pasaba más tiempo incapacitado que trabajando. Aun si hubiese continuado, el tiempo restante no le alcanzaba para lograr la tan anhelada pensión, y sus constantes ausencias interferían en el normal funcionamiento de la oficina.
El diagnóstico parecía inminente: artritis reumatoide. Julio, resignado a enfrentar esta nueva realidad, empezó a transitar los días entre consultas médicas, análisis de laboratorio y el consumo constante de medicamentos, en un esfuerzo por mitigar los efectos devastadores de la enfermedad. Mariana, como siempre, estuvo a su lado en todo momento. Su lealtad y amor incondicional se manifestaban en cada gesto de cuidado y en la manera diligente con que se aseguraba de que Julio cumpliera con sus tratamientos. A pesar de las dificultades, ella no permitió que la enfermedad les arrebatara por completo la esperanza ni la dignidad.
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Mientras la vida de Mariana parecía destinada a girar exclusivamente en torno al cuidado de Julio y las tareas diarias que llenaban su tiempo, un acontecimiento inesperado comenzó a gestarse a kilómetros de distancia, en un punto que el destino entrelazaría con el suyo.
Alberto llegó a aquella hermosa población invitado por una amiga muy especial, quien trabajaba como profesora en uno de los colegios del municipio. Desde el primer instante, el lugar lo cautivó profundamente: su tranquilidad, la belleza de su entorno natural, y la calidez de su gente lo sedujeron de tal manera que lo que inicialmente sería una breve visita se convirtió en una estadía prolongada. Semana tras semana, Alberto posponía su partida, encontrando en aquel rincón del mundo un refugio para su alma.
Con el tiempo, su amiga y anfitriona enfermó gravemente, víctima de un cáncer agresivo. A pesar de todos los esfuerzos médicos, la enfermedad avanzó con rapidez, y Alberto la acompañó hasta el último momento, trasladándose con ella a la capital, donde finalmente falleció. Aquel episodio marcó profundamente a Alberto, dejándolo en una especie de limbo emocional, hasta que la vida, con su peculiar manera de seguir adelante, le presentó una nueva oportunidad.
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Fue en aquel mismo pueblo donde, por una de esas
coincidencias que parecen estar guiadas por manos invisibles, Alberto vio por
primera vez a Mariana. Desde ese instante, algo dentro de él cambió.
Observándola desde lejos, con su porte sereno y su aura de fortaleza, sintió
que había encontrado a la persona que podría darle sentido a sus días. Sin
dudarlo, se dijo a sí mismo:
—Esta señora será quien me acompañe en los últimos días de mi vida.
Lo que siguió a este primer encuentro marcaría el inicio de una historia que habría de transformar la vida de ambos, cruzando caminos que hasta entonces parecían destinados a nunca encontrarse.
Era una mañana fría y aún oscura cuando ella cruzaba la calle para asistir a la misa diaria, envuelta en su abrigo de lana y con una leve sonrisa que iluminaba su rostro sereno. Él, por su parte, salía del pequeño hotel donde residía temporalmente. Su intención inicial era sencilla: comprar un frasco de café en una tienda cercana a la iglesia.
El destino, sin embargo, tenía otros planes. Apenas la vio pasar, su corazón dio un vuelco. Había algo en su andar ligero, en la naturalidad con la que se desenvolvía, que lo dejó inmóvil por un instante. Decidido, aunque con nerviosismo, cambió su rumbo. A una distancia prudente, comenzó a seguirla, observando cada movimiento mientras intentaba no ser descubierto.
Cuando llegaron a la iglesia, él se sentó discretamente en una de las últimas filas. Desde allí, trazó un plan casi infantil: esperaba que, al final de la misa, durante el tradicional momento en que el sacerdote invitara a los feligreses a darse la paz, lograra establecer un primer contacto visual y, quizá, tocar su mano. Sin embargo, el azar le jugó en contra. Mariana, tras recibir la comunión, permaneció en las primeras bancas. Alberto, resignado, tuvo que contentarse con verla pasar cerca de él al salir de la iglesia, su perfume dejándole un rastro inolvidable.
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Los días siguientes fueron un cúmulo de intentos fallidos. Una tarde, decidió ir a la bodega, pero fue atendido por Julio, quien mencionó que Mariana estaba ocupada preparando el almuerzo. En otra ocasión, regresó con la esperanza renovada, pero esta vez quien lo atendió fue Stella.
Decidido a no rendirse, Alberto buscó nuevos caminos. Se hizo amigo de don Remigio Cañas, el dueño de la sastrería del pueblo, un hombre afable y de hablar pausado. Pasaba largas tardes charlando con él, siempre con la esperanza de que, en algún momento, Mariana se acercara a cambiar un billete o simplemente a conversar. Pero ese anhelo tampoco se cumplió.
El tiempo transcurrió y, aunque Alberto no lograba acercarse a Mariana, su presencia en el pueblo ya se había vuelto habitual. Meses después, el esperado momento finalmente llegó. Estaba en la puerta de la sastrería conversando con don Remigio cuando vio, a lo lejos, que Mariana descendía de una buseta proveniente de la capital. Su corazón latió con fuerza al verla, pero antes de poder articular palabra, don Remigio rompió el silencio:
—¿Cómo sigue Julio? Supe que lo operaron de la vesícula y estuvo bastante delicado.
Mariana se detuvo un momento para responder con cortesía, pero su mirada no se cruzó con la de Alberto. Este, una vez más, tuvo que conformarse con la fugacidad del instante y la esperanza de que, algún día, pudiera encontrar el valor o la oportunidad para acercarse a ella.
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Mariana, con su habitual cordialidad, explicó a don Remigio cómo había sido la difícil experiencia de Julio antes y después de la cirugía. En su relato, mencionó las largas noches de preocupación y el alivio que sintió cuando finalmente comenzó a recuperarse. Lo hizo sin siquiera percatarse de que Alberto estaba allí, junto a su interlocutor, observándola en silencio, con una mezcla de admiración y timidez.
Los meses continuaron su curso, y aunque las oportunidades para acercarse a Mariana parecían desvanecerse una y otra vez, Alberto no perdió la esperanza. Seguía esperando el momento adecuado, soñando con poder saludarla y, tal vez, romper el hielo de una vez por todas.
Finalmente, ese día llegó. Era el 7 de diciembre, la noche de las velitas, una de las tradiciones más queridas del pueblo. Alberto había pasado la tarde en la sastrería, ayudando a don Remigio con algunos encargos de última hora. Cuando el reloj marcó las ocho, decidió regresar al hotel. Al pasar frente a la bodega de Mariana, la vio en la puerta, luchando contra el viento para encender una vela en uno de los faroles que adornaban la fachada del negocio.
Sin dudarlo, Alberto se acercó.
—¿Puedo ayudarte? —preguntó con una voz cálida, aunque un tanto nerviosa.
Mariana lo miró sorprendida, pero con una sonrisa que desarmó cualquier inseguridad en Alberto. Aceptó su ayuda, y él sostuvo el farol mientras ella, con delicadeza, encendía la vela. En el momento de entregarlo de vuelta, sus manos se rozaron. Ambos se miraron a los ojos durante unos segundos que parecieron eternos.
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