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                                                                                                   Esperando a MARIANA                       Carlos Campos Colegial

Toda la población estaba feliz. Los murmullos de aprobación se escuchaban por doquier, y la sonrisa de doña Rebeca era prueba suficiente de que todo había valido la pena.

—Esto sucede una vez en la vida, y Mariana merece siempre todo lo mejor de lo mejor —decía con orgullo a quien quisiera escucharla.

A medida que la fiesta avanzaba, las estrellas comenzaron a iluminar el cielo, y las luces colgantes que adornaban el parque principal se encendieron, creando una atmósfera mágica. Los invitados bailaron hasta el amanecer, mientras las notas de la música y las risas se mezclaban con el murmullo de las hojas movidas por la brisa. Aquella boda no solo había sido un acontecimiento único para la familia, sino también un momento de alegría compartida que quedaría grabado en la memoria del pueblo para siempre.

La celebración culminó en las primeras horas de la madrugada, justo cuando el primer bus se alistaba para emprender su viaje hacia la capital. Desde las montañas aledañas, cientos de campesinos comenzaban a llegar al pueblo, trayendo consigo toda clase de productos cultivados en sus parcelas. Era un ritual dominical inmutable: vender sus cosechas en el mercado local y, con lo obtenido, abastecerse de lo necesario para la semana. Poco a poco, la normalidad fue regresando al pueblo, aunque con ciertos ecos de la fastuosa celebración de la noche anterior.

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Los primeros fieles que ingresaron a la iglesia para las misas matutinas no pudieron evitar sorprenderse al ver cómo el templo aún conservaba un aire de majestuoso ornamento. Flores frescas adornaban los altares, cintas doradas colgaban de los candelabros, y la luz matutina filtrada por los vitrales daba un halo celestial al ambiente. A un costado de la entrada, apiladas de manera ordenada, yacían las alfombras utilizadas durante la boda, esperando ser recogidas por su propietario en el transcurso del día. El aire olía a incienso y a los restos de los arreglos florales, impregnando el lugar con una sensación de calma y solemnidad.

Mientras tanto, los recién casados emprendieron su viaje hacia la capital en las primeras horas del día. El padrino, siempre generoso, les había obsequiado tres días y sus noches en un exclusivo hotel de lujo, un lugar conocido por sus suntuosas suites y servicios de primera clase. Fue él mismo quien los transportó en su automóvil, dejando atrás el bullicio del pueblo. A su llegada al hotel, en plena madrugada, los instaló personalmente en una suite de ensueño que parecía salida de las páginas de una revista de alta categoría. La habitación principal estaba decorada con elegancia: sábanas de seda, mobiliario antiguo perfectamente conservado, y un ventanal que ofrecía una vista panorámica de la ciudad iluminada.

Mariana y Julio, aunque exhaustos tras la intensidad de los festejos, estaban visiblemente emocionados por comenzar este nuevo capítulo de sus vidas. Sin embargo, aquella primera madrugada en la suite estuvo lejos de ser romántica. Agotados por el trajín de la boda y la despedida, ambos apenas tuvieron fuerzas para intercambiar algunas palabras antes de rendirse al sueño. Mariana cayó profundamente dormida en el lecho nupcial, mientras que Alberto, en un gesto de cortesía y respeto, optó por acomodarse en una cama auxiliar ubicada en una de las habitaciones contiguas. El silencio de la suite, interrumpido únicamente por el tenue murmullo del aire acondicionado, marcó el inicio de su breve pero significativo retiro.

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A la mañana siguiente, con los primeros rayos del sol filtrándose por las cortinas, la pareja comenzó a disfrutar plenamente del lugar. Los días siguientes fueron un torbellino de emociones: paseos por la ciudad, cenas en restaurantes de lujo, y momentos de complicidad que cimentaron aún más su unión. Según julio, estos días no solo fortalecieron el amor que compartían, sino que también demostraron que su relación estaba construida sobre una base sólida y auténtica, capaz de enfrentar cualquier adversidad que la vida pudiera presentarles.

Sin embargo, hubo algo más que julio confesó a un pariente cercano, algo que cambiaría la perspectiva de los acontecimientos. Mariana, en un gesto de entrega absoluta, rompió cualquier barrera que pudiera existir entre ellos. Su comportamiento durante aquellos días no solo fue apasionado, sino también profundamente simbólico: un testimonio del amor y la confianza que los unía. Lo que comenzó como un romance marcado por la euforia de la boda, pronto se transformó en una relación con cimientos tan firmes que nada parecía capaz de quebrantarlos.

Así, la historia de Mariana y Julio trascendió más allá de los eventos de aquella boda inolvidable, escribiendo nuevas páginas de amor, lealtad y compromiso en un libro que aún está lejos de cerrarse.

Fue solo hasta la una de la tarde cuando despertaron. Aún embriagados por el cansancio de los días previos, siguieron una rutina casi mecánica: cada uno se bañó por su cuenta, como si estuvieran en el pueblo, y luego pidieron el almuerzo. La comida llegó puntual, servida con el esmero propio del hotel, y la degustaron en la intimidad de la suite. El ambiente era cómodo, pero también revelaba cierta tensión subyacente, una mezcla de nervios y expectativas que ambos parecían evitar abordar directamente.

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Tras el almuerzo, se entregaron a una siesta que se prolongó por algo más de dos horas. Al despertar, decidieron salir a explorar. Tomaron un taxi que los llevó al centro de la ciudad, donde visitaron varios sitios de interés, como plazas históricas, museos y tiendas que ofrecían productos típicos de la región. Mariana parecía fascinada con el bullicio y las luces de la urbe, mientras Julio intentaba, de manera sutil, mostrarse como un compañero atento y protector.

Ya caída la tarde, regresaron al hotel, donde la atmósfera de la suite adquirió un matiz diferente. Julio, quizá impulsado por el deseo de reforzar los lazos de intimidad, intentó acercarse más de lo acostumbrado a Mariana. Rodeándola suavemente con sus brazos, buscó crear un momento de cercanía. Sin embargo, Mariana, con un gesto firme pero sereno, lo detuvo. Sus palabras fueron claras y directas, pero no carentes de sensibilidad:

—Mire, Julio, yo no estoy preparada para todo esto que implica ser una mujer casada, especialmente en lo que respecta a las artes amatorias. Necesito tiempo para asimilar esta nueva realidad y adaptarme a nuestra vida como pareja. Las cosas se darán poco a poco, no quiero que te sientas rechazado, pero debo ser honesta contigo.

Julio quedó paralizado ante la franqueza de Mariana, aunque no pudo evitar admirar su valentía para expresar lo que sentía. Ella continuó:

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—En cuanto a los alimentos y el arreglo de ropa, eso sí estará al orden del día. Voy a esforzarme por ser una excelente esposa, dando todo de mí para que te sientas bien. Por ahora, disfrutemos de estos días juntos para luego retomar el ritmo del diario vivir.

Julio, aunque sorprendido, aceptó las palabras de Mariana con madurez. Sabía que la relación requeriría paciencia y comprensión mutua. Además, él mismo estaba adaptándose a los cambios que el matrimonio traía consigo.

En los días que siguieron, ambos intentaron encontrar un equilibrio entre la rutina y los momentos de disfrute. Julio, que trabajaba como asistente del tesorero del municipio desde hacía cinco años, estaba aprovechando al máximo su permiso especial por el matrimonio y la licencia correspondiente. Por su parte, Mariana comenzaba a vislumbrar lo que sería su nueva vida como esposa, con sus retos y satisfacciones.

Aquella primera experiencia en la ciudad como recién casados no solo marcó el inicio de su vida en común, sino que también sentó las bases de un entendimiento mutuo que prometía ser la clave para superar juntos los desafíos del futuro.

El resto de los días en el hotel de la capital transcurrieron con la misma tónica con la que comenzaron. Mariana y Julio se saludaban con un beso en la mejilla cada mañana antes de salir a recorrer diferentes lugares de la ciudad. Disfrutaron de comidas que hasta entonces solo habían oído mencionar, deleitándose con sabores nuevos y exóticos para ellos. Las noches mantenían la misma rutina: Mariana entraba al baño, se colocaba su pijama, le deseaba buenas noches a Julio con otro beso en la mejilla y se recostaba en el lado derecho de la cama. Ese espacio, que ella eligió desde el primer día, se convirtió en su lugar predilecto y lo conservaría con devoción durante los próximos treinta años.

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El regreso al pueblo fue tranquilo, aunque al llegar a casa se encontraron con una sorpresa que doña Rebeca, siempre detallista y cuidadosa, había preparado para ellos. La habitación principal había sido completamente redecorada: una amplia cama doble ocupaba el centro, acompañada de un elegante escaparate de dos cuerpos y una silla mecedora a cada lado de la cama. Mariana, sin dudarlo, se apoderó del lado derecho, que daba a un ventanal con vistas a la calle principal y a una parte del parque.

Julio, por su parte, comenzó a desempacar metódicamente. Sacó la ropa que su hija había recogido para él y empacado en una vieja maleta junto con cinco cajas de tamaño regular, típicas de las que se usan para almacenar papas fritas. Con orden, organizó sus pertenencias en el escaparate correspondiente, situado frente a la entrada principal de la habitación. Este daba paso a un amplio corredor que desembocaba en el patio de ropas y en el baño.

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Una vez que las maletas quedaron vacías, desarmaron las cajas y las guardaron cuidadosamente debajo del colchón de la cama matrimonial. Acto seguido, Mariana y Julio se dedicaron a organizar los numerosos regalos recibidos en su boda, que, para sorpresa de ambos, incluían una variedad de artículos que parecían inagotables. Entre los presentes se encontraban 10 licuadoras de diferentes marcas. 14 planchas, ideales para cualquier tipo de ropa 5 ollas arroceras, prácticas y modernas. 2 peroles de gran capacidad. 5 juegos de cubiertos, con acabados elegantes. 3 juegos de sábanas con sus respectivas fundas, suaves al tacto. 13 toallas de diversos tamaños, desde grandes hasta pequeñas. Un cuchillo eléctrico, perfecto para cortes precisos Una batidora, de diseño ergonómico. 2 relojes de pared eléctricos, funcionales y decorativos. 3 vajillas de cuatro puestos, cada una con detalles únicos. 5 sartenes de distintos tamaños, antiadherentes. Un radio de pilas y corriente, ideal para momentos de tranquilidad. Una lavadora LG de 12 libras, eficiente y compacta. Un televisor LG de 21 pulgadas, con imagen nítida. Dos planchas para el cabello, de tamaños diferentes, perfectas para peinados variados.

La habitación quedó impecablemente organizada, con cada regalo ubicado estratégicamente según su utilidad y tamaño. Aunque el matrimonio apenas comenzaba, ambos se sintieron agradecidos por las muestras de cariño y generosidad de amigos y familiares. La vida como pareja prometía ser un camino lleno de descubrimientos, responsabilidades y momentos compartidos.

Entre los obsequios que recibieron, la variedad era asombrosa y parecía no tener fin. Además de los artículos ya mencionados, se sumaban a la lista 12 frascos de champú de diferentes marcas y aromas, 11 frascos de crema para manos y cuerpo de reconocidas marcas, y varios juegos de pañuelos de tela bordados con delicadeza. También recibieron kits de esmaltes y herramientas para el cuidado y arreglo de manos y pies, que incluían limas, cortaúñas y pequeños estuches decorativos.

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En el apartado de artículos de aseo personal, había jabones especiales con fragancias exóticas, desodorantes de distintas marcas y perfumes de variados tamaños y aromas. Además, destacaban varios jarrones y floreros que ahora adornaban con elegancia diferentes rincones de la casa, junto con unos finos candelabros de metal pulido. Sin embargo, entre todos los regalos, el más significativo y único era un reloj Jawaco, un artefacto de gran valor que llamaba la atención de todos los que visitaban la casa.

Este reloj no solo daba la hora con precisión, sino que marcaba el paso del tiempo con solemnes campanadas. Su funcionamiento requería un cuidado especial: debía alimentarse manualmente dándole cuerda por separado, tanto al mecanismo del reloj como al de las campanas. Era un objeto de rareza y prestigio, ya que, según se comentaba, solo había tres relojes de este tipo en todo el pueblo.

Al principio, la falta de conocimiento sobre su instalación y mantenimiento hizo que el reloj permaneciera detenido durante más de un mes. Fue entonces cuando, un día cualquiera, mientras Mariana atendía a un cliente en la bodega, surgió la conversación que resolvería el problema. Aquel hombre, con experiencia en el manejo de estos aparatos, le explicó pacientemente los pasos necesarios para ponerlo en marcha de manera adecuada.

—El truco —dijo el hombre con tono experto— está en lograr que el reloj esté perfectamente nivelado. No basta con darle cuerda; si no está equilibrado, no funcionará correctamente.

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Siguiendo las instrucciones del cliente, Mariana utilizó un pequeño nivel de carpintería para ajustar el reloj. Después de varios intentos, logró posicionarlo con precisión. Además, el hombre le dio un consejo valioso: para evitar desajustes al darle cuerda cada quince días, debía marcar una referencia en la pared para mantener siempre la misma posición.

Así lo hizo. Una discreta señal quedó grabada en el muro, y aunque los años han pasado y varias manos de pintura han cubierto las paredes, esa marca permanece intacta, un testimonio de la dedicación de Mariana y del valor sentimental del reloj. Por precaución adicional, Mariana guardó el pequeño nivel dentro del mueble del reloj, asegurándose de que las generaciones futuras también pudieran mantener su funcionamiento perfecto.

El reloj Jawaco se convirtió en una pieza central de la sala principal, no solo por su imponente diseño y resonantes campanadas, sino también por la historia que representaba. Era un símbolo de la unión y del inicio de la vida matrimonial de Mariana y Julio, además de un recordatorio constante del cuidado y el esmero que ambos ponían en cada detalle de su hogar.

Al día siguiente, después de haber organizado un poco su nueva vida como matrimonio, la rutina diaria empezó a retomarse lentamente. Mariana dividía su tiempo trabajando en la bodega junto a su madre, turnándose según las necesidades del negocio. Julio, por su parte, madrugaba para cumplir con sus obligaciones como asistente en la tesorería del municipio. Así transcurrieron los días, que poco a poco se convirtieron en semanas y luego en meses.

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Sin embargo, había un detalle significativo que no pasaba desapercibido: el matrimonio no se había consumado. Mariana seguía casta, tal como el primer día de su boda, y aunque Julio intentaba comprenderla y darle espacio, la situación comenzaba a pesarle. A pesar de la falta de intimidad física, Mariana compensaba a Julio con innumerables atenciones diarias. Preparaba su ropa, sus comidas favoritas y siempre tenía una palabra amable o un gesto cariñoso para él. El único cambio evidente desde el inicio de su vida en pareja era la forma en que se llamaban. Mariana dejó de referirse a él simplemente como "Julio" y comenzó a usar el cariñoso apelativo de "amor". Por su parte, Julio empezó a llamarla "niña", un término que reflejaba la dulzura e inocencia que veía en ella.

Pasaron seis largos meses en esta dinámica. Julio, aunque frustrado, decidió resignarse y disfrutar de las muestras de cariño de Mariana, pensando que quizá este era su destino. Sin embargo, su inquietud lo llevó a buscar consejo espiritual. En una confesión, expresó su preocupación al párroco del pueblo, quien lo escuchó con atención y, con tono sereno, le dijo:
—Hijo, es importante que consumen su matrimonio. Es un sacramento, y Dios bendice la unión en su totalidad cuando ambos comparten su amor en plenitud. Tienes que hablar con Mariana, con paciencia y amor, pero también con determinación.

Siguiendo el consejo del cura, Julio decidió esperar el momento adecuado, sin presionar a Mariana. Pero fue ella quien, inesperadamente, tomó la iniciativa una noche cualquiera. Esa tarde, como de costumbre, Julio regresó de su jornada laboral, se duchó y cenó en compañía de Mariana. Juntos rezaron el rosario antes de acostarse, como hacían cada noche, y se desearon buenas noches con el tradicional "pico" en la mejilla. Sin embargo, aquella vez, Mariana sorprendió a Julio desviando el beso hacia sus labios. Fue un gesto simple, pero cargado de intención, que dejó a Julio completamente desconcertado.

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