Esperando a MARIANA Carlos Campos Colegial
En una de mis visitas a Salazar de Las Palmas, un pequeño y pintoresco municipio ubicado en medio de las verdes montañas del nororiente del país, después de contactar a unos parientes muy queridos en La Laguna, un corregimiento cercano conocido por su historia cafetera y sus amables habitantes, me encontré con un episodio que quedaría grabado en mi memoria para siempre. Como lo narro en Mis últimos 50 años, tras compartir una deliciosa comida típica en casa de mis familiares, decidí dar un paseo por el parque principal de la población. Este parque, una verdadera joya natural, estaba atiborrado de enormes palmeras que se alzaban majestuosas hacia el cielo y plantaciones florales de todo tipo que adornaban sus calles internas con un caleidoscopio de colores y aromas. Era un oasis de calma y belleza en medio del bullicio cotidiano.
Mientras caminaba por el parque, con el eco de las risas de los niños jugando y el canto de los pájaros como telón de fondo, mis ojos se detuvieron en una escena peculiar. En un escaño de madera, algo desgastado por el tiempo, pero aún firme, descansaban tres ancianos. Sus edades parecían ser de 90, 80 y 70 años, respectivamente. Tenían la mirada perdida en el infinito, como si contemplaran los secretos del tiempo, y balbuceaban una que otra frase entre ellos, en un lenguaje que solo ellos parecían entender. Intrigado por esta curiosa reunión, no pude evitar preguntar a mi anfitrión y pariente en el lugar quiénes eran esas tres figuras que parecían formar parte del paisaje del mismo parque.
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Mi anfitrión, un hombre sabio y observador, gran conocedor de los pobladores y compañero en el colegio de la única mujer de este trío, me contó una historia que mezclaba amor, secretos y traiciones. Los ancianos eran Mariana Gómez Pérez, de 80 años; Julio Santamaría Luna, de 90 años, esposo de Mariana; y Alberto Leal Franco, de 70 años, quien, para mi sorpresa, era el novio de Mariana, algo que nadie en el pueblo sabía. ¿Cómo era posible que Mariana, estando casada, tuviera un novio, y que esto pasara desapercibido en un lugar tan pequeño, donde todo el mundo parecía conocer la vida de los demás? Aquella duda me invadió, pero mi pariente se apresuró a despejarla con una narración detallada y fascinante.
Mariana Gómez Pérez era hija de un reconocido patriarca de la población, don Ramiro Gómez, quien, junto a su esposa Rebeca, fundó la única bodega de víveres del lugar. Esta bodega era más que un simple negocio: era el corazón económico del municipio, donde se surtían todas las tiendas de los diferentes barrios. Los precios al por mayor que ofrecía don Ramiro no tenían competencia, lo que atrajo incluso a tenderos de otros pueblos cercanos, quienes encontraban más conveniente y económico comprar allí. Además, la bodega ofrecía crédito, un gesto que fortalecía los lazos de confianza entre los comerciantes y los campesinos.
Cada domingo, las calles del pueblo se llenaban de vida. Campesinos de las 49 veredas del municipio llegaban en mulas, camperos y camionetas para vender sus productos en la plaza principal. Tras las ventas, acudían a la bodega de don Ramiro para abastecerse de alimentos, herramientas y otros bienes necesarios para sus familias y trabajos. Cuando las cosechas eran escasas y los bolsillos estaban vacíos, la bodega se convertía en un refugio de esperanza, proporcionando crédito que los campesinos cuidaban con esmero y devolvían puntualmente cuando las cosechas lo permitían.
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Desde adolescente, Mariana ayudaba a sus padres en el negocio los fines de semana. Se había ganado el cariño y la admiración de todos los habitantes del pueblo por su amabilidad y dedicación. Su belleza física y espiritual era tan evidente que muchos la consideraban la joya más preciada de Salazar de Las Palmas. A pesar de ello, se sabía que Marianita, como la llamaban cariñosamente, no se casaría. Su devoción religiosa era notable: asistía temprano a la iglesia los domingos, organizaba rosarios comunitarios y en casa nunca faltaba el rezo diario. Sin embargo, el destino, con sus giros inesperados, tenía otros planes para ella.
El relato de mi pariente me llevó a imaginar la vida de Mariana, atrapada entre las expectativas de la sociedad y los anhelos de su corazón. Julio Santamaría, un hombre diez años mayor que ella, había sido su amigo de la infancia. Con el tiempo, esa amistad se transformó en amor y culminó en un matrimonio que fue celebrado por todo el pueblo como un acontecimiento inolvidable. Sin embargo, los años trajeron cambios. La monotonía de la vida conyugal y el peso de las responsabilidades llevaron a Mariana a encontrar en Alberto Leal Franco, un hombre más joven y entusiasta, una chispa de alegría y complicidad que había creído perdida.
Aquella tarde, mientras los observaba desde la distancia, comprendí que cada una de esas tres vidas contenía un universo de historias, emociones y secretos. Mariana, Julio y Alberto no eran simplemente ancianos descansando en un parque; eran testigos y protagonistas de un tiempo que ya no volvería, pero cuyas memorias seguían vivas en cada mirada y en cada susurro compartido en aquel viejo escaño. El parque de Salazar de Las Palmas no solo era un espacio físico; era un escenario donde se tejía la trama de la existencia humana, con sus luces y sombras, con sus misterios y revelaciones.
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Sus hermanas, después de terminar los estudios secundarios, emigraron a la capital del departamento; una de ellas se fue al extranjero. Su hermana menor permaneció con ella en el pueblo, pero pronto contrajo matrimonio con el secretario del Juzgado. Junto a sus dos hijas, ahora profesionales en diversas ramas, vive allí, y es la encargada de mantener el negocio familiar, que lleva más de cincuenta años ubicado en el mismo lugar, con las mismas cajoneras, estantes, pesas y la fachada original de la tienda, inaugurada en la década de los 60.
Mariana se encargó desde muy joven del cuidado de sus padres y mantuvo en excelente estado la enorme casa que su padre construyó en la década del 30, en el mejor lote, frente a la plaza del pueblo. Esta casa consta de dos locales comerciales en la planta baja: uno, el más grande, es la sastrería de don Remigio Cañas, quien, tras arrendar el local desde joven, continúa atendiendo a los habitantes del pueblo y pueblos cercanos. El otro local es la bodega de la que hablamos, ahora atendida por Stella, la hermana de Mariana.
En la parte trasera de la casa se encuentra la bodega más grande del municipio, capaz de albergar más de quinientos bultos de víveres. La entrada a la casa de la familia está junto a la sastrería y se accede por una empinada escalera de más de veinte peldaños. En su interior, la casa tiene cinco habitaciones grandes, una cocina amplia, un patio de ropas, una estancia con una máquina de coser y una tejedora, y al final, un amplio baño. En la esquina, sobre la sastrería, se encuentra una espaciosa sala donde, en época navideña, Mariana confecciona el pesebre más grande del pueblo, lo que atrae a una gran cantidad de visitantes desde el 7 de diciembre, día de las velitas, hasta después del Día de Reyes.
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Es importante resaltar que Mariana tiene habilidades excepcionales para la confección, y con asombrosa facilidad crea ropa para ella, su familia y un selecto número de paisanos, incluyendo vestidos para primeras comuniones, bodas y otros eventos importantes. Sin embargo, su carácter, heredado de su madre, doña Rebeca, es fuerte, y aquellos que la conocen deben tratarla con cuidado para evitar sus repentinos arranques de ira, aunque estos son breves.
El primero en partir fue don Ramiro Gómez, cuando Mariana tenía solo 20 años. Su muerte, que ocurrió justo antes de las fiestas de San Pedro y San Pablo, durante las ferias y fiestas del pueblo, congregó a muchos conocidos y turistas en el funeral. Este fue un duro golpe para la familia, pero, a pesar del dolor, siguieron adelante con el negocio y el mantenimiento de la bodega, que sigue activa hasta el día de hoy, con nuevos productos para el hogar.
Ahora, además de los productos tradicionales, la bodega distribuye una amplia variedad de artículos modernos, desde papitas fritas hasta embutidos, enlatados y snacks populares. Este cambio fue impulsado por la creciente demanda de los jóvenes del pueblo y los turistas que visitaban la región. A este desarrollo se sumó un curioso fenómeno: la llegada diaria de un periodista del principal periódico del departamento. Este hombre, inicialmente un desconocido, comenzó trayendo diez ejemplares del diario, pero con el tiempo, debido al interés generado, llegó a distribuir más de cien ejemplares en las épocas de mayor auge. Las noticias y crónicas de interés general, junto con las columnas dedicadas al municipio, se convirtieron en el tema de conversación en los cafés y esquinas del pueblo.
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Con los años, sin embargo, la cantidad de periódicos distribuidos disminuyó. Hoy, solo llegan diez ejemplares, asignados a lectores fieles. Entre ellos se encontraban personajes pintorescos como el veterinario del pueblo, quien era famoso por sus consejos amorosos y su alegre disposición para la vida, hasta que falleció repentinamente tras una noche de excesos románticos. Otro era un anciano traductor, respetado por su dominio de varias lenguas, quien, tras enviudar, fue convencido por su hijo para vender su histórica casa y mudarse a la capital departamental. Allí, su hijo, director de un prestigioso asilo, lo acogió, y el anciano, ahora cercano a cumplir un siglo de vida, continúa leyendo fervorosamente cada ejemplar del periódico que llega hasta su habitación.
Los días transcurrieron con rapidez, y Mariana alcanzó los 50 años, manteniendo su reputación intacta. Soltera, casta, leal, honesta y laboriosa, era el epítome de la mujer intachable. Su figura como ama de casa era legendaria, al igual que su capacidad para mantener un equilibrio perfecto entre la tradición y la modernidad. Nadie podía siquiera imaginar un defecto en su carácter; nunca había dicho una mentira, ni siquiera una pequeña para evitar un malentendido. Su estricta corrección le otorgaba una aureola de virtud que imponía respeto en el pueblo, el cual ya contaba con más de 9,000 habitantes.
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Cuando Alberto Leal conoció a Mariana, quedó prendado de inmediato. Sin embargo, el pedestal en el que la población la había colocado lo desanimaba. "Nadie me creería", pensaba, incluso si Mariana misma declarara públicamente su relación. Años más tarde, sin embargo, la comunidad quedó atónita cuando Mariana, en una decisión que rompió con todas las expectativas, anunció que se casaría con Julio Santamaría. Este hombre, 10 años mayor que ella, viudo y padre de una hija adulta, logró lo que muchos consideraban imposible: conquistar el corazón de la mujer más venerada del pueblo.
El anuncio fue el tema central durante semanas. Julio, animado por una amiga en común, se acercó con cautela y respeto. Mariana, para sorpresa de todos, aceptó su propuesta con una serenidad que reflejaba una decisión profundamente meditada. La noticia del matrimonio fue un evento de tal magnitud que trascendió las fronteras del municipio.
La ceremonia se convirtió en el acontecimiento del año, con la asistencia de personalidades importantes, desde secretarios departamentales hasta el alcalde, primo de Mariana. La iglesia del pueblo, adornada con más de cien arreglos florales, parecía sacada de un cuento de hadas. Mariana, vestida de blanco, lucía un vestido de encaje hecho a medida, con una cola de siete metros sostenida con dificultad por catorce niños. Los invitados, que excedieron la capacidad de la iglesia, se reunieron también en la plaza y en las calles adyacentes para presenciar el evento.
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La procesión nupcial fue un espectáculo en sí misma. Un antiguo pretendiente de Mariana, quien años atrás había emigrado a la capital y prosperado en los negocios, envió desde allí cien metros de alfombra roja que cubrieron el camino desde la entrada de la iglesia hasta el altar. Los aplausos y los vítores resonaron cuando Mariana, radiante y majestuosa, caminó hacia Julio, quien esperaba con una sonrisa serena y una mirada llena de admiración.
El banquete posterior al enlace fue igual de grandioso. Se sirvieron los mejores platos típicos de la región, acompañados de vinos traídos especialmente desde el Valle del Cauca. La banda municipal, que solía tocar solo los fines de semana, ofreció una presentación que se extendió hasta bien entrada la madrugada, deleitando a los asistentes con valses, boleros y piezas folclóricas que hicieron bailar a todos, desde los más jóvenes hasta los más ancianos.
Doña Rebeca, madre de Mariana, fue una de las principales impulsoras de la celebración. Aunque ya anciana, supervisó personalmente cada detalle, asegurándose de que la boda de su hija fuera recordada como la más espléndida de la historia del pueblo. Y así fue: no solo marcó un antes y un después en la vida de Mariana, sino también en la memoria colectiva de una comunidad que, años después, todavía cuenta la historia como si hubiera ocurrido ayer.
Nada en aquel lugar era normal. Desde primeras horas del día, el bullicio y la algarabía se apoderaron del pueblo, llenando cada rincón con un aire festivo que parecía brotar de la misma tierra. Ver a la mayoría de la población en la calle como si fuera un día de mercado cualquiera resultaba sorprendente, aunque aquella ocasión tenía un brillo especial que la hacía única e irrepetible. Los comercios habían cerrado temprano, y las fachadas de las casas, adornadas con flores y cintas, competían por lucir más alegres.
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Los cien invitados especiales, una mezcla de familiares y amigos cercanos, se ubicaron en los dos restaurantes que están uno frente al otro alrededor del parque principal. Aquellos establecimientos, decorados con delicados arreglos florales y telas vaporosas que colgaban del techo como si fueran nubes, se habían transformado en escenarios de ensueño. El ambiente era inmejorable: una suave y primaveral brisa pronto se apoderó del lugar, haciendo juego con el vaivén de las palmeras y acompañada por el trino lejano de los pájaros. No podía haber un escenario más perfecto para aquel acontecimiento memorable.
En cada restaurante se escuchaba, incluso desde fuera, la música suave que ejecutaban dos grupos venidos especialmente desde la capital. Los músicos, vestidos con impecables trajes, interpretaban una selección de melodías clásicas y contemporáneas que hacían el deleite de los invitados. Algunos cerraban los ojos para dejarse llevar por el embrujo de las notas, mientras otros murmuraban comentarios de admiración. La comida, servida con un esmero digno de un banquete real, incluía una variedad de platillos que representaban la riqueza gastronómica de la región. Cada bocado era una experiencia única, preparada con ingredientes frescos y secretos culinarios que habían pasado de generación en generación.
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Doña Rebeca, el alma organizadora de aquel magno evento, hubo de desembolsar una buena cantidad de dinero para cubrir los gastos que generó aquella boda de su hija mayor, quien era muy querida por ella. Aunque no era habitual en ella la ostentación ni la extravagancia, en esta ocasión hizo una excepción. Sabía que Mariana, su primogénita, merecía lo mejor, y no escatimó esfuerzos para hacer de aquel día un recuerdo imborrable.
Stella, su otra hija, también jugó un papel destacado. Junto a sus pequeñas hijas, siempre permanecieron en primera fila en todos los momentos cruciales, disfrutando de la ceremonia y el banquete con una alegría contagiosa. Para las niñas, aquel día era como un cuento de hadas hecho realidad: la tía Mariana, vestida con un elegante traje blanco que brillaba con destellos de pedrería, se casaba con una pompa que solo habían visto en películas. Los ojos de las pequeñas brillaban con entusiasmo mientras recorrían el lugar, maravilladas por cada detalle.
A pesar de que doña Rebeca no solía ser especialmente generosa ni espléndida, en aquella ocasión se desbordó. Como dicen por allá, "botó la casa por la ventana". Se consumieron diez cajas de whisky de varias marcas, diez botellas de champán y más de doscientos kilos de ingredientes para preparar la comida. Entre los platillos se destacaban el ajiaco, las bandejas de carne asada acompañadas de arepas recién hechas, y una selección de postres que incluía tortas, buñuelos y arroz con leche.
Cabe anotar que tampoco dejaron a los curiosos, quienes permanecieron hasta altas horas, sin su porción. Con una amabilidad inesperada, los organizadores ofrecieron platos de comida a los vecinos que se acercaron al parque para ser testigos del esplendor del evento. Los más pequeños disfrutaban de dulces y bebidas refrescantes, mientras los adultos conversaban animadamente, sentados en los sardineles y escaños del parque. Era un ambiente de celebración colectiva que había unido al pueblo entero.
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